Los árboles susurraban secretos antiguos cuando los lupinos los guiaron bosque adentro. La densa arboleda de pinos parecía más viva bajo la luz anaranjada del atardecer, como si cada rama y cada raíz observara sus pasos. Alade sentía los pies hundirem-se en el suelo húmedo, mientras el olor a tierra, resina y sangre flotaba en el aire.
Cuando salieron de la espesura, el claro reveló la manada de Miradiel: no había murallas ni torres, solo una aldea rústica y vibrante, de casas pequeñas hechas de piedra y madera oscura, alineadas como una red orgánica. El lugar era sencillo, pero respiraba energía. Lupinos trabajaban en silencio. Niños reían. El fuego crepitaba en las fogatas dispersas.
Al ver a Miradiel, todos se detuvieron. Un silencio reverente cayó sobre la aldea.
"¡Alfa!" dijeron al unísono, inclinando la cabeza.
Miradiel, altivo, pasó entre ellos tocando sus frentes con suavidad. Cada toque parecía una bendición, arrancando sonrisas reverentes. Pero Alade solo podía mirar los ojo