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Capítulo 2—El libro

Capítulo 2—El libro

Narrador:

Cleo jamás lo habría imaginado, pero esa noche, la noche en que subastó lo que todos consideraban valioso y ella solo quería olvidar, no nació de la desesperación de un día, sino del lento derrumbe de todo lo que creía seguro.

No fue una decisión repentina. Fue una suma de frustraciones, de puertas cerradas, de cuentas en rojo, de becas denegadas, de miradas condescendientes de profesores que la querían ver rendida. Fue el silencio frío de su madre. Fue la distancia cada vez más incómoda con su media hermana Marianne, con quien compartía apellido pero no cariño. Fue la sensación constante de no pertenecer a ningún lado, ni en casa ni en la universidad. Y fue él:  Nerón Valmont. El nombre que venía impreso en los libros de Teoría Jurídica que leía hasta entrada la madrugada. Lo conoció como el tío de su mejor amiga, Lía. Lo vio una tarde, su amiga la invitó a estudiar, solo fue por eso, el estudio... o eso se dijo. Pero él estaba ahí. Imponente, callado, observador.  Apenas cruzaron palabras. Un “buenas tardes” cortés. Una mirada que duró un segundo más de lo correcto. Un apretón de mandíbula al verla reír con Lía. Y nada más. Pero ese nada, quedó en su piel como una quemadura. 

Y así pasaron dos años de cruces insignificantes , hasta que vino la casualidad... su nombre en la lista de nuevas cátedras: “Derecho Penal I. Con el doctor Nerón Valmont.”

Y todo comenzó esa noche....

La mansión Valmont dormía en silencio. Afuera, la ciudad caía en calma. Adentro, solo la luz tenue del estudio seguía encendida. Nerón estaba inclinado sobre unos documentos, el ceño apenas fruncido, el vaso de whisky sin tocar a un lado. Había algo quirúrgico en la manera en que leía: como si diseccionara cada línea buscando lo que los demás no sabían ver. La puerta se abrió sin anunciarse.

—¿Interrumpo?

Alzó la vista, lento. Y ahí estaba ella. Cleo, la mejor amiga de su sobrina. Descalza, con una camiseta grande, que le cubría hasta medio muslo, y el cabello suelto, enredado por la almohada. En una mano, llevaba un libro. No cualquiera, el suyo, el que él había escrito.

—No deberías andar por la casa a esta hora —dijo Nerón, sin levantar la voz.

—Lo sé —respondió ella, entrando con una calma que parecía medida —Pero me quedé pensando en este capítulo y... tenía una pregunta. ¿Puedo? 

Él no contestó enseguida. La miró. El gesto era sereno. Pero por dentro, algo se tensó.

—Habla —concedió, tras un breve silencio.

Cleo cruzó la habitación como si ya supiera dónde ubicarse. Se sentó frente a él, apoyó el libro sobre el escritorio con una delicadeza casi teatral.

—En uno de los pasajes dice que un buen abogado, sobre todo penalista, debe aprender a leer entre líneas. Que un testimonio no se mide solo por lo que se dice, sino por lo que el cuerpo delata. Lo que quería saber es si; ¿eso se aprende? ¿o se nace con esa intuición?

Nerón se reclinó levemente.

—Se nace, pero también se puede aprender; a fuerza de errores. Nadie sabe leer a los demás sin equivocarse muchas veces antes.

—¿Y usted se equivocó muchas veces?

La pregunta flotó entre ellos con suavidad, pero no era inocente. Ella sabía lo que hacía. Y él también. Nerón sostuvo su mirada, no demasiado, solo lo suficiente como para que se notara.

—Las necesarias.

Cleo sonrió, pero no con dulzura sino con intención.

—¿Hay que conocer de antes al interrogado?

—No hace falta conocerlo. A veces, con una sola entrevista basta —respondió él, sin rodeos —Aunque el conocimiento previo siempre ayuda.

—Entonces debe resultarle fácil leerme a mí. Después de todo, me conoce desde hace dos años —replicó Cleo, con una chispa en la voz.

Nerón se tensó apenas.

—Nunca he intentado leerte —dijo, seco y firme —Así que estás a salvo.

Ella sonrió y no con inocencia.

—¿A salvo?

El silencio que siguió fue una trampa. Él lo supo al instante. Había hablado de más. Ajustó el tono, corrigiéndose.

—Si tienes una pregunta seria que hacer, hazla. Si no, te agradecería que me dejaras trabajar.

Cleo no se movió.

—Léame —pidió —Quiero saber si puede detectar cuándo miento.

—No es un juego —advirtió él, esta vez sin rodeos.

—Lo sé —respondió ella, suave —Pero quiero aprender. Y tengo la suerte de poder hacerlo con el mejor.

Él no respondió. El silencio fue más elocuente que cualquier palabra. La habitación pareció volverse más densa, más íntima. Ella no se movía. No jugaba con la voz ni con el cuerpo. Solo lo miraba; firme, directa e incómodamente presente.

—Te lo repito, no es un juego, Cleo —repitió Nerón, más grave.

—Y yo le dije que lo sé —respondió ella con firmeza, sin dudar ni un segundo —Nunca hablé más en serio en mi vida.

Él la observó, en silencio. Después se levantó. No fue un movimiento brusco, pero sí intimidante. Fue contenido y estudiado. Como si midiera sus propios impulsos. Rodeó el escritorio con calma, sin apartar la vista de ella, y se detuvo a su lado. Apoyó una mano en el apoya brazo de la butaca, cruzado al frente de su cuerpo, mientras la otra descansaba en el respaldo, detrás de su nuca. Su proximidad era un campo magnético. No la tocaba, pero la envolvía.

—¿Y qué se supone que debería preguntarte? —dijo él, en un murmullo bajo que le rozó la piel más que el oído.

Cleo sonrió.

—Por ejemplo… si me gustaría estar en su clase. O si ni loca tomaría una.

—Está bien —asintió él, con una media sonrisa que no alcanzaba a suavizar sus facciones —¿Te gustaría tomar una de mis clases, Cleo?

—Seguro las encontraría casi tan fascinantes… como quien las imparte —dijo ella, mirándolo directo a los ojos.

Un segundo apenas. Y luego, se humedeció los labios. No fue un gesto estudiado, fue instinto.

Pero él lo notó, bajó la mirada y le vio los labios húmedos, sintiendo, con una claridad casi incómoda, el efecto de esa simple acción.

—¿Ah, sí? —murmuró, sin moverse.

Ella no titubeó.

—Muy fascinante.

Él se enderezó de golpe. Como si algo en su cuerpo lo obligara a tomar distancia de inmediato. La calidez contenida en su voz anterior se evaporó de golpe.

—Creo que es suficiente por hoy. Tengo trabajo que hacer —dijo, seco, casi impersonal.

Pero cuando dio un paso para alejarse, sintió los dedos de ella cerrarse alrededor de su muñeca con con firmeza.

—¿Le mentí o le dije la verdad? —preguntó Cleo, alzando el rostro hacia él.

Nerón la miró desde arriba, y algo en su interior se tensó aún más. Había un mundo entero comprimido en esa pregunta. Y también una trampa.

—En realidad… —comenzó, con voz baja, mientras ladeaba ligeramente la cabeza —no pude saberlo. Juegas muy bien con tu lenguaje corporal. Y eso, en una sala de audiencias, puede ser una herramienta poderosa. —Ella no soltó su muñeca. Pero tampoco volvió a hablar. Él continuó, con un tono más profesional, tratando de sonar más seguro. —Podrás despistar a tus adversarios, hacerles creer que vas por una línea cuando en realidad estás yendo por otra. Esa habilidad no se enseña, es innata y admirable. Pero tampoco deberías abusar de ella.

Ella frunció levemente el ceño, apenas.

—¿Por qué?

Nerón sostuvo su mirada, sin rodeos.

—Porque alguien podría no interpretarlo como una estrategia… sino como un verdadero coqueteo.

Cleo lo soltó, pero no se apartó ni dejó de mirarlo.

—¿Y usted? ¿Cómo lo interpretó?

—¿Sabes lo que está haciendo, Cleo?

—Sí —respondió ella, sin vacilar.

La seguridad con la que lo dijo desarmaba cualquier intento de disuasión. No era un juego infantil. Era un movimiento calculado.

—Deberías volver a tu cuarto —dijo él, con una voz que no sonó firme.

—Entonces dígamelo en serio —susurró ella —Míreme a los ojos… y dígamelo de verdad —sonrio —porque creo que voy entendiendo eso de leer a la gente, y podría asegurar que me está mientiendo, que en realidad me está pidiendo que haga algo que no quiere que haga... O sea... Irme. —Nerón no se movió. Ella tampoco. Extendió la mano y rozó con los dedos la tapa del libro. —Me gustaría entender cómo piensa. Cómo construye sus argumentos. Cómo ve el mundo. Lo admiro, Nerón. Mucho más de lo que debería.

El nombre, en su voz, sonó distinto, intenso, personal.

—Para tí; doctor Valmont, y no deberías decir eso —dijo él, casi en un murmullo.

—¿Por qué no? —preguntó ella, inclinándose un poco —No es una falta de respeto, doctor. Es honesto, usted me agrada, me gusta lo que sabe, lo que representa. Y sé que no debería decirlo… pero no soy buena callándome lo que pienso. —Él apretó la mandíbula. Cleo se levantó, despacio, y caminó hasta el lado del escritorio. No lo tocó. Solo se apoyó en la esquina, con una soltura desafiante. —Si quiere que me vaya, solo dígalo, pero esta vez de verdad. —Nerón la observó. Su cuerpo estaba alerta. Su mente en conflicto. Pero su boca no dijo nada. Cleo bajó la mirada por un segundo. Una sonrisa pequeña, fugaz, se dibujó en sus labios. —Eso pensé. —Y cuando se giró para marcharse, soltó una última frase, apenas audible, cargada de veneno suave: —Mañana seguimos con el capítulo cinco. Tiene cosas muy… interesantes.

La puerta quedó entreabierta. Y Nerón, solo en el estudio, se dio cuenta de que no era el libro lo que ella había empezado a leer.

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