Capítulo 1 —Todos ofertaron, pero yo gané.
Narrador:
La alfombra del pasillo amortiguaba sus pasos, pero dentro de su cabeza, todo retumbaba como una marcha fúnebre.
—Cleo, piensa. —se dijo —Es solo una noche, una mal*dita noche, y pagarán el semestre completo. No… toda la carrera... toda. Podrás graduarte, ser alguien. No es prostitución si es por un sueño, ¿cierto? —La voz dentro de ella era débil, temblorosa, pero insistente. —Solo esta vez, solo hoy, solo por eso. —Repitió las frases como un rezo mientras avanzaba por el corredor silencioso de un hotel demasiado lujoso. Olía a perfumes caros, a pecado oculto entre muros insonorizados. —Una noche... una sola, y una fortuna a cambio de lo más inútil que tengo. ¿Quién le da valor a una virginidad hoy en día?
Cuando llegó frente a la habitación, su corazón golpeaba como un puño histérico dentro del pecho. El número estaba escrito en una tarjeta blanca que le habían dado sin nombre, sin explicación. Solo una indicación: “Pasa, está abierta”. Tomó aire y empujó. El lugar estaba en penumbra, iluminado apenas por las luces tenues de las lámparas junto a la cama. La habitación estaba vacía. No había nadie. Pero sobre la cama… una caja ne*gra con una nota escrita a mano, sin firma: Póntelo.
Ella se quedó congelada. Dentro de la caja, un conjunto de lencería que jamás habría imaginado tener entre sus dedos. Neg*ro, con encaje apenas visible, una tela que parecía hecha para pecar. Y al lado, unos tacones que dejaban más piel expuesta que cubierta. Cleo tragó saliva. Miró a su alrededor, pero no había nadie. Sintió náuseas y luego furia. Pero al final, ganó el miedo.
—Todo esto es por tu carrera, Cleo. Vas a ser abogada. Vas a graduarte. Vas a dejar de mendigar becas y favores a tu media hermana. Solo... hazlo.
Se desvistió lentamente. Sintió el temblor en sus manos al ponerse la prenda diminuta. El frío del aire acondicionado mordiendo sus muslos desnudos. El ardor en las mejillas. No se miró en el espejo... no podía, la vergüenza le ganaba. Los tacones le costaron más que el resto. Pero se los puso. Luego esperó, minutos que se arrastraron como horas, de pie, de espaldas a la puerta, como si eso pudiera darle algún tipo de control. Mordiéndose los labios. Sintiéndose una impostora en su propia piel. Y entonces… la cerradura giró y la puerta se abrió, con una letitud tortuosa. Ella no se giró, no se movió. Solo se irguió un poco, apretó la mandíbula. Sintió la presencia. El peso de unos ojos que la recorrían desde atrás como un láser caliente. Unos pasos firmes y medidos, cruzaron la alfombra hasta detenerse detrás de ella. El silencio se hizo espeso. Cleo seguía ahí, parada, rígida, sin darse vuelta. No quería confirmar lo que temía, no podía. Su respiración se aceleraba sin permiso. Entonces sintió la cercanía, el calor de su cuerpo detrás del suyo, apenas separado. Un perfume que le resultó familiar, tan masculino y penetrante, como si la envolviera sin tocarla. Hasta que lo hizo. Sus dedos, firmes y cálidos, rozaron la piel expuesta de sus muñecas. Cleo dio un leve respingo, pero no se movió. Él continuó, trazando una línea lenta y tortuosa hacia sus antebrazos, luego subiendo por los brazos desnudos hasta los hombros. La piel se le erizó cuando sus manos llegaron a su cuello, no la apretaron, la acariciaron, como si la dibujaran, como si quisieran conocerla, memorizarla. Y entonces... la boca. Un beso, húmedo y profundo, sobre la curva de su cuello, otro más arriba y otro detrás de la oreja. Cleo se estremeció con un gemido ahogado. No se atrevía a moverse.
—Mmm… —gruñó él, bajo, gutural, como si cada segundo le costara mucho autocontrol.
Ella sintió el jadeo contra su nuca, el temblor en sus propias piernas, la humedad traicionera entre los muslos. Las manos de él descendieron por su clavícula hasta el escote. Le rozó el borde del encaje. Acarició, tanteó, apretó. Sin piedad. Tocándola con hambre, sin disimulo, como si le perteneciera. Como si ya fuera suya. Ella apretó los párpados con fuerza. Y entonces, lo inevitable. Él la tomó por la cintura y la giró con un solo movimiento. Ella mantuvo los ojos cerrados y apretados, como si el no mirar pudiera borrar lo que estaba sintiendo.
—Abre los ojos —ordenó él, su voz más ronca que nunca. Ella tembló. —Vamos, Cleo. Ábrelos. Quiero verte ahora.
Ella los abrió muy lentamente y el mundo se rompió.
—No… —susurró, apenas audible, como si quisiera negar lo que ya era evidente.
Nerón Valmont estaba frente a ella. El abogado... el tío de su amiga... su profesor. El mismo al que admiraba. El mismo que la intimidaba. El que había leído todos sus ensayos con esa mirada que parecía desnudarla en clase. El mismo que ahora la había comprado y la miraba con una mezcla de deseo y poder que daba miedo.
—¿Usted…? —logró decir, con la voz quebrada.
—¿Sorprendida? —Él sonrió, apenas.
Ella lo miró por primera vez. Lo miró de verdad. Con la garganta seca, con las manos temblando.
—No sabía… —balbuceó —No sabía que… usted…
—¿Hubieras preferido desconocido? ¿Un anónimo? ¿Un degenerado cualquiera con dinero? —preguntó él, sin levantar la voz —Lamanto mucho decepcionate, Cleo, pero fui yo.
Ella dio un paso atrás. Él la siguió.
—¿Por qué?
—Porque pude, porque quise —respondió —Porque todos ofertaron, pero al final yo gané.
Ella abrió la boca... cerró la boca y la volvió abrir.
—No puede… no puede hacerme esto —susurró.
Él sonrió, con los labios apenas curvados. Sin rastro de dulzura.
—En realidad yo no te hice nada. Esta noche, tu virginidad tenía un precio, yo solo lo pagué.
—Pero no… —intentó— no pensaba que…
—Que yo sería capaz —completó él, y entonces la arrinconó contra la pared sin tocarla, solo con su presencia, con esa sombra que siempre la aplastaba desde el primer día.
—¿Qué quiere de mí?
Él se inclinó, muy cerca. El perfume amaderado, su respiración medida, el brillo peligroso en los ojos. Ella tragó saliva y cerró los ojos. Inclinó apenas el rostro hacia él, como si se entregara. Como si esa palabra estuviera por nacer entre sus labios. Y entonces… Él la alzó en brazos. Ella ahogó un jadeo. No era una caricia. No era una insinuación. Era posesión pura.
La llevó hasta la cama y la dejó recostada con una lentitud tan peligrosa como un arma cargada. Se inclinó sobre ella, pero no la tocó, solo la miró. Y luego… rozando sus labios en el oído, le dijo algo en voz baja. Cleo abrió los ojos de golpe. Se quedó inmóvil. Sus labios entreabiertos, su respiración agitada. El pecho subía y bajaba con violencia. Él se mantuvo allí, tan cerca que el aire parecía incendiarse entre sus cuerpos. Su mano rozó el borde de su muslo. El silencio se volvió insoportable. Entonces, ella cerró los ojos otra vez.