El silencio que siguió a la tormenta de placer no era vacío, sino un lienzo sonoro tejido con el suave compás de sus respiraciones agitadas y el latido al unísono de sus corazones. La suite presidencial, bañada por la tenue luz de la ciudad de Puebla que se colaba por los ventanales, se había transformado en un santuario íntimo, un refugio donde el tiempo parecía haberse detenido. Nant, con el cuerpo aún tembloroso por el éxtasis reciente, se recostó en el brazo extendido de Yago, su cabeza reposando cerca de su pecho, sintiendo la fuerza tranquila de su corazón latiendo bajo su oído. Podía percibir el aroma de su piel, una mezcla de sudor, su perfume masculino y algo indescriptiblemente suyo, que ahora se había fusionado con su propio aroma en una fragancia embriagadora. Yago la abrazaba con una mano, su brazo fuerte y protector rodeando su espalda, mientras sus dedos se movían suavemente, trazando círculos y líneas desde la base de su columna hasta la curva de sus nalgas, una carici