La presión juguetona de Yago, esa mezcla de burla fraternal y de un impulso sutil hacia el compromiso, había dejado su marca en el rostro de Joren. Con una sonrisa resignada, pero teñida de una genuina diversión, Joren finalizó el pago de la cuenta. Deslizó la tarjeta de crédito en el lector con un gesto familiar, firmó el recibo y observó cómo el mesero se retiraba con la libreta, el sonido de sus pasos amortiguado por la suave alfombra del restaurante. Joren no pudo evitar un ligero silbido casi inaudible al ver el total en la copia del recibo. La cena había sido, en efecto, saldada con una cifra que habría sorprendido a cualquiera que no estuviera acostumbrado al nivel de vida opulento y a los gustos refinados de los hermanos Castillo. Era un recordatorio tangible del precio del poder y del éxito, un coste que Joren ahora asumía con su nuevo ascenso.
Con la cuenta perfectamente saldada y la cortesía finalizada, los cuatro se pusieron de pie. El movimiento de las sillas contra el su