Yago, con la mano firmemente entrelazada con la de Nant, se dirigió con paso tranquilo y decidido hacia la hilera de elevadores relucientes del hotel. Dejaban atrás el suave bullicio del restaurante, las voces amortiguadas y las miradas curiosas que, a pesar de la discreción del lugar, aún se posaban en ellos, atraídas por la innegable aura de poder y la evidente conexión entre la pareja. La intimidad de su vínculo se hizo más palpable con cada paso, un lazo invisible que los unía y los separaba del resto del mundo. El ambiente había cambiado; la formalidad de la cena de negocios se había disipado, dando paso a la promesa de un espacio más personal y privado.
Al llegar frente a la batería de elevadores de acero pulido y cristal, Yago no presionó ningún botón en el panel luminoso. En cambio, con un gesto fluido y familiar, sacó de su cartera una tarjeta de acceso especial. Era una pieza de un color oscuro, casi negro obsidiana, con un diseño minimalista y sin logotipos ostentosos o mar