Esa noche, Agusto volvió a casa más temprano de lo habitual.
Se sentó frente a mí y, mientras cenaba, preguntó:
—¿Cómo estuvo el trabajo hoy?
—Bien —respondí con la voz quebrada, sin levantar la vista.
No insistió. No notó mi decaimiento.
Lo miré en silencio unos segundos antes de atreverme a hablar:
—Cariño, el calentador de agua está roto. ¿Cuánto queda del dinero que te di? Podríamos llamar a un técnico.
Una torpe incomodidad cruzó su rostro. Revolvió los bolsillos y dijo:
—Lo siento, mi amor. Todo fue para pagar deudas. No me queda nada.
Mentiroso.
Cerré los ojos con pesadumbre, recordando cómo había repartido generosas propinas a las camareras del restaurante.
Pero me mordí el labio y contuve el llanto:
—No importa. Ya encontraré una solución.
—Por cierto Inés no está bien de salud. El médico dijo que necesita más nutrientes —dijo, acariciándome la mejilla con dulzura.
Luego sacó un pescado ya limpio. Un olor salobre invadió el aire.
—Inés quiere sopa de pescado. ¿Podrías preparársela?
Sus ojos brillaban de expectativa.
De pronto lo recordé: Agusto odiaba el olor a marisco.
Decía que le repugnaba la sangre y los aromas penetrantes.
Apreté los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en las palmas.
Juró que nunca tocaría carne cruda, que el hedor le daba náuseas.
Pero ahora, por Inés, lo sostenía en sus manos olvidando que yo, embarazada, no soportaba ese olor.
El vaho fétido me golpeó las fosas nasales. Un mareo violento retorció mi estómago.
—Celia, ¿qué te pasa? —preguntó.
No pude evitar una arcada. Me levanté de un salto y corrí al baño.
Arrodillada ante el inodoro, las lágrimas cayeron como granizo.
Amaba a Agusto. Hasta habría renunciado a todo por él.
Pero solo entonces entendí lo insignificante que era en esta relación.
Su voz sonó a mis espaldas, fingiendo preocupación:
—¿Estás mejor, mi vida? ¿Fue el estómago?
No me giré. Las lágrimas seguían fluyendo en silencio.
—Estoy bien —murmuré fría, evitando su mirada esmeralda.
Trajo pastillas para el estómago y entró a la cocina.
—Tómalas y descansa. Si no te sientes bien, haz la sopa mañana.
No respondí.
Él tampoco insistió. Se calzó y abrió la puerta.
—Tengo una entrevista de trabajo. Si vuelvo tarde, no me esperes.
Sus pasos se apagaron en la distancia.
Saqué el teléfono y reservé una cita para abortar, compré un billete a otra ciudad y planeé comenzar de cero.
Este amor de mentiras y pruebas lo rechazaba.
Agusto, ojalá nunca más volviéramos a cruzarnos en el camino.