Después de ese día, Agusto no se dio por vencido.
Cada mañana, desde que salía al trabajo hasta que regresaba por la noche, recibía cartas de amor y regalos suyos. Parecía infiltrarse en cada rincón de mi vida, encontrando siempre la manera de hacérmelos llegar.
Pero cada vez, sin piedad, los arrojaba a la basura.
El dolor del pasado no desaparecería con sus dulces palabras. Sabía muy bien que todo entre nosotros había terminado.
Sin embargo, Agusto parecía incapaz de entenderlo.
Un día, al volver del trabajo y salir del ascensor, lo vi parado frente a mi puerta.
Sostenía un enorme ramo de rosas, su rostro lleno de esperanza.
—Celia, yo...
Antes de que pudiera terminar, arrojé las rosas al basurero.
—¿Algo más? Si no, lárgate.
—Celia, ¿por qué no me das una oportunidad?
Su voz temblaba de angustia, sus ojos llenos de confusión.
Lo miré sin sentir nada.
—Agusto, entre nosotros ya no hay nada.
Mis palabras eran cortantes, definitivas.
—¿Por qué?— insistió —¿De verdad olvid