Me paro frente al ventanal, observando la ciudad iluminada bajo la oscuridad de la noche.
No porque la vista me parezca impresionante.
Sino porque necesito concentrarme en algo que no sea la realidad de esta habitación. Porque quiero respirar y aclarar un poco mis ideas antes de que ocurra cualquier cosa.
El reflejo de mi propio rostro en el vidrio me devuelve una imagen serena, controlada. Pero por dentro, todo en mí está al borde del colapso.
No presto atención a lo que hay del otro lado del enorme ventanal, mi atención está puesta en el sonido del champán siendo servido en las copas.
De pronto siento la presencia de Daniel detrás de mí sin tener que verlo.
La energía tranquila con la que se mueve. La seguridad que proyecta en cada acción.
La copa aparece en mi campo visual, y solo entonces me giro con lentitud.
Daniel me observa con intensidad, con una expresión relajada y de la forma cortes que ha mostrado desde que lo conocí, me extiende la copa.
—La vista es hermosa —dice con un