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Capítulo 3: El regreso del Hombre Desconocido

Adrik respiró hondo mientras observaba por la ventanilla del auto. Estaba listo para devolver el golpe a los franceses. Robarle cargamentos a los Volkov era una estupidez, una ofensa que debía pagarse con sangre.

Durante un mes entero había permanecido en Francia, estudiando a sus enemigos con precisión quirúrgica. Los observaba, los infiltraba, se acostaba con sus mujeres, compraba a sus hombres. Los destruía desde adentro, lentamente, porque disfrutaba ver cómo se derrumbaban sin poder comprender en qué momento habían perdido todo.

Pero lo que realmente esperaba era ver la cara de Logan Royle, el francés que se había atrevido a arruinarle una negociación con un capo ruso. Esa deuda estaba a punto de saldarse.

—Señor —llamó Nikolai, su mano derecha—, ya hay movimiento. Es la hora.

Adrik asintió con frialdad. Había esperado ese momento demasiado tiempo.

Gracias a ese bastardo se había visto obligado a salir de Italia y eso significó que aquella chica de ojos celestes desapareciera antes de que sus hombres pudieran localizarla. Desde la distancia no podía presionar como quería, pero juró encontrarla, aunque tuviera que quemar medio continente.

—No quiero errores —advirtió.

—No los habrá —respondió Nikolai con convicción. Sabía que cuando su jefe buscaba venganza, no existía margen de fallo.

—Quiero verlo a los ojos antes de matarlo. Me gusta cuando mueren sabiendo que fui yo. —Una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro.

La radio avisó que la negociación había comenzado. Era el momento.

Adrik, Nikolai y su grupo salieron de las camionetas y avanzaron hacia el almacén abandonado donde se realizaba el intercambio. En cuestión de segundos, el caos estalló.

Disparos, gritos y traiciones. Adrik manipuló la situación con maestría, poniendo al francés como traidor ante el otro capo. En minutos, Logan Royle quedó acorralado.

—Tu muerte sellará una nueva alianza —sentenció Adrik, apuntándole entre las cejas—. Quien gana con traición… pierde con muerte.

El disparo resonó seco. Logan cayó de rodillas, muerto antes de tocar el suelo.

Adrik limpió la sangre del arma con un pañuelo y miró a su nuevo socio.

—Espero que pronto firmemos un trato digno. —Le tendió la mano.

—Cuando quieras, Sicilia te espera —respondió el otro, estrechándosela.

Adrik sonrió con malicia, lo había usado como a todos.

—Recójanlo todo. Nos vamos—. Ordenó, pero justo cuando se giró, un disparo lo alcanzó en el costado. —¡Mierda!— gruñó, llevándose la mano al abdomen.

El tirador rápidamente fue asesinado y Adrik pudo salir del lugar, herido, pero vivo.

—Debería ir al hospital —sugirió Nikolai al ver la sangre brotar.

—No, no dejaré rastro. —Apretó la mandíbula—. Acelera. Quiero volver a casa.

El viaje fue un suplicio. Adrik sudaba frío, pálido como la nieve. La herida no dejaba de sangrar, y aunque intentó sellarla, no lograba detener la hemorragia.

Lía abrió los ojos despacio. Todavía no se acostumbraba a despertar sola. Un mes había pasado desde la muerte de su abuela, y el dolor seguía igual. La mujer que la crió, su única familia, había muerto en el quirófano… y ni siquiera pudo despedirse.

Decidió dejar Roma atrás y mudarse a Sicilia, buscando cumplir la promesa que le hizo antes de morir: empezar de nuevo. Cada día era una lucha entre la tristeza y la esperanza.

—Vamos, Lía… promesa es promesa —murmuró frente al espejo, aunque un mareo repentino la obligó a cubrirse la boca—. Dios… no vuelvo a tomar cerveza nunca más.

Vomitando lo poco que tenía en el estómago, se inclinó sobre el lavabo, respirando con dificultad.

—Definitivamente, ya no bebo —masculló antes de ducharse.

A semanas de cumplir los veinte, había conseguido un puesto de voluntaria en el hospital local. Soñaba con ser cirujana, y no pensaba detenerse. Era brillante, dedicada y con una memoria prodigiosa. Aprendía todo a la primera, lo que le había ganado el respeto de los doctores.

Se miró al espejo y suspiró. Ojos celestes grandes, cabello oscuro, rostro dulce. Su abuela siempre decía que tenía “la belleza de las gitanas”, aunque ella nunca se sintió sensual. Solo… simple.

—Hola, Lía —la saludó el doctor Massimo con una sonrisa—. ¿Lista para el brote de gripe?

Ella se colocó la mascarilla y asintió.

—¿Cubro urgencias?

—Sí, por favor y no te me enfermes —bromeó él, guiñándole un ojo.

Lía corrió al vestidor a cambiarse. Amaba su rutina y amaba ayudar. En el pequeño pueblo todos la conocían, y los pacientes pedían por ella.

—¿Estás bien? —preguntó Chely, su mejor amiga—. Te ves pálida.

—Solo fue la cerveza —bufó Lía—. Ayer no debía haberte hecho caso.

—Mentirosa, tienes cara de enferma —la miró con sospecha.

—Tal vez me dio gripe.

Chely la observó unos segundos más y luego, con un brillo travieso en los ojos, sacó algo de su bolso.

—Antes de ir a urgencias… hazte esto. —Le extendió una prueba de embarazo.

—¿Qué? —Lía se la arrebató rápidamente y miró a los lados—. ¿Estás loca? No estoy embarazada. Sí tuve… bueno, tú sabes… antes de mudarme, pero tomé una pastilla. No hace falta esto.

—Por si acaso —insistió Chely.

Fastidiada, Lía entró al baño y lo hizo.

—Ahí tienes, ¿Satisfecha? —Le entregó la prueba y salió, concentrada en el trabajo.

Minutos después, el hospital se agitó con la llegada de un grupo de hombres armados. Traían a un herido de bala.

—¡Necesitamos a un médico ahora! —gritó uno.

Lía corrió a urgencias, tomó a un niño que lloraba del susto y le sonrió para tranquilizarlo.

—No te preocupes, campeón. Algunos grandotes son más flojos que tú. —Le guiñó un ojo.

Entonces una voz ronca, familiar, atravesó la cortina.

—¡Cierren la herida y déjenme en paz!

Lía se quedó helada. Esa voz…

El hombre al otro lado apartó a la enfermera y corrió la cortina. Sus miradas se cruzaron. Ojos dorados y cabello rubio. El mundo se detuvo.

—Tú… —susurró ella.

Antes de que pudiera decir algo más, Chely entró corriendo con una expresión atónita y la prueba en la mano.

—¡Lía! ¡Estás embarazada! —exclamó sin pensar, ante todos.

El silencio se apoderó de la sala. La enfermera, el niño, y sobre todo el hombre que sangraba en la camilla, se quedaron paralizados.

Adrik la miró fijamente.

—¿Qué dijiste?

Esa voz proviniente del hombre que no pudo ver bien la estremeció.

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