Mi mente intentaba contactar con mi cuerpo, avisarme de que aferrarme a sus labios de aquella manera no estaba bien, pues él no era mi Luis. Augusto era su nombre. Pero ni siquiera podía pensar con claridad, ni siquiera cuando me empotró contra el escritorio y me subió la falda para agarrarme el trasero.
¡Qué osado! ¡Ni siquiera Luis fue así jamás!
¡Oh Dios! ¡Qué estaba haciendo! ¡Y con mi jefe!
Unos golpes en la puerta nos hicieron separarnos, colocándonos bien el traje, acicalándonos, observando a su secretaria, inmiscuyéndose en lo que no le importaba, como de costumbre.
¿Su esposa?
¡Oh Dios! La cosa se ponía cada vez peor.