Han sido semanas de tortura en este maldito lugar, de encerrarme en la oscuridad y la incertidumbre. Aún no sé qué está tramando Luciano pero de algo estoy segura: vendrá por mí. Me sacará de aquí.
Mi vida se reduce a esta habitación, vigilada día y noche por hombres que solo me sacan para comer, y luego me encierran de nuevo. Estoy agotada, anémica; la comida últimamente me sienta mal.
El plato frente a mí se ve apetitoso, pero no tengo ánimo. Suspiro, intento dar un bocado, pero el esfuerzo es inútil. Me levanto y miro al hombre que me observa sin apartar la vista.
—No tengo apetito. No quiero desperdiciar la comida —le digo, tratando de contener el desprecio.
—Te quiero vivita y coleando, muñequita —la voz de Antonio suena desde detrás de mí, como una serpiente deslizándose—. Si sigues sin comer, daré la orden de que te obliguen a hacerlo.
La ira me consume. Camino hacia él, acercándome con pasos firmes.
—Inténtalo, y te juro que seré capaz de cortarle un dedo a quien lo haga —le r