El silencio en la casa donde Ethan y Eirin decidieron esconderse por lo menos unos dos días, era espeso, como si las paredes contuvieran la respiración de ambos. Cada ventana en el espacio estaba sellada. Las cortinas que la cubrían eran gruesas y opacas, filtraban incluso el amanecer. Desde el cuarto piso de aquel apartamento escondido, Eirin podía ver fragmentos de una ciudad que había dejado de pertenecerle.
Vestía una blusa negra ceñida, sin mangas, y un pantalón gris oscuro que marcaba su figura, aunque nadie podía verla. Su cabello estaba recogido en un moño apretado, estaba tan tenso como la expresión de su rostro frente al monitor de la laptop que estaba revisando. Cada cinco minutos, revisaba los mensajes anónimos que le llegaban desde una aplicación.
“El movimiento de Larissa indica que no está sola. Cuidado con el fiscal que lleva el caso de propiedades”, leyó Eirin que decía uno de los mensajes.
Ethan pasaba tras ella con una taza de café en la mano. Su camisa blanca, rem