El silencio de la oficina de Orestes se hizo trizas cuando el sonido de una notificación vibró sobre el cristal de su escritorio. Con un ademán seco, desbloqueó la pantalla de su teléfono. Lo que vio en ella hizo que sus labios se curvaran, no en sorpresa, sino en una mueca torcida, como quien presencia el final anunciado de una obra que escribió con cinismo mucho antes de que el telón subiera. Lo sospechaba.
El video era corto, pero brutal. No necesitaba más segundos para destrozar una vida. Aparecía Eirin, su esposa, contra la pared de un pasillo a media luz, como una escena arrancada de un delirio prohibido. Las tiras de su vestidos estaban alrededor de sus caderas, sus pechos estaban libres y subían y bajaban colgando como un testigo rendido de lo que allí ocurría. La falda del vestido, estaba recogida hasta más arriba de los muslos, dejaba ver el temblor de sus piernas, enredadas con descarada necesidad alrededor de la cintura de un hombre que Orestes jamás habría imaginado en es