Cuando Orestes llegó a la finca la quietud del área parecía ser normal. Ni el viento se atrevía a romper el silencio opresivo que pesaba sobre los pasillos de la casa. Cuando Orestes cruzó el umbral de la habitación donde Eirin yacía inmóvil, la miró por unos segundos al creerla dormida. La contempló con adoración por un rato. Luego caminó hacia ella y espero a ver si despertaba y al cabo de un buen rato un nudo de ansiedad se apretó en su pecho. Él no podía ver más allá de la sombra que la envolvía. La mujer que había sido el centro de su vida, el objeto de su control, y, en sus extraños términos, su amor, ahora estaba a punto de desvanecerse ante sus ojos.
Eirin estaba tendida en la cama, su rostro se veía pálido y descompuesto por la ausencia de una buena función de vida en su interior. Sus respiraciones eran profundas, pero sus ojos permanecían cerrados. El silencio de la habitación, salvo el sordo sonido de su respiración entrecortada, parecía aullarle. Orestes se acercó con cau