La lluvia no cesaba. Golpeaba los ventanales del despacho como si el cielo mismo estuviera a punto de desplomarse. Venía de la finca donde le dijeron que ella podría estar y no encontró nada, ningún rastro de Eirin. Ethan se mantenía de pie frente al escritorio de roble oscuro, con los dedos cerrados sobre un sobre grueso de manila que había llegado esa misma mañana. Su chaqueta negra, mojada por el aguacero, goteaba sobre la alfombra, pero él ni lo notaba. Tenía los ojos fijos en la letra inclinada del remitente: Eloise.
El nombre de su madre.
Desde que descubrió que Eirin había desaparecido sin dejar rastro, Ethan no había dormido ni una sola noche. No una completa. Había movido contactos, pagado favores, chantajeado a quien hiciera falta. Todo, excepto imaginar que la mujer que le dio la vida podía estar involucrada. Pero el sobre...
—¿Qué demonios hiciste, madre? —susurró mientras lo abría con manos temblorosas.
Los documentos eran antiguos. Fotografías en blanco y negro, informes