Capítulo 4
Siete días. Estando todos reunidos nuevamente, ahora en el área de la piscina de la ostentosa mansión Martínez. Adrián se esmeraba por dar su mejor anuncio. —Hoy… —comenzó Adrián con voz firme, su copa de champán en la mano— celebramos no solo el regreso de mi hijo Gabriel Montenegro tras haber realizado buenas negociaciones en el extranjero, sino el compromiso oficial de mi hija Isabela con Diego Herrera. El salón cayó en un silencio tenso, roto de inmediato por murmullos y el sonido de copas elevándose. Todos sonrieron, brindaron, aplaudieron. Todos, excepto Isabela y Gabriel, quienes se quedaron inmóviles, con la mirada puesta el uno en el otro. Ella se mantuvo serena al lado de su padre, aunque incapaz de mantener una expresión neutra. No podía evitar sentir esa mezcla de curiosidad, desprecio y repulsión hacia Diego, quien la tomaba de la mano con sutileza. Su sonrisa. Una línea curva dibujada en su rostro con precisión, aunque fingidamente cortés, ensayada. En su interior, el estómago le ardía. Quería correr. Quería gritar, pero se quedó allí, su mano apretando el relicario que era lo único que la mantenía anclada a esa realidad. Gabriel la observaba desde la sombra del rincón opuesto del salón. No se movió. No brindó. No celebró su compromiso como los demás. Simplemente bebió su copa de un solo trago y la dejó caer con un golpe seco sobre la mesa, rompiendo el ritmo armónico del salón como una nota disonante. Luego, la miró... a Isabela. La mujer sintió ese peso sobre sus hombros. Esa mirada que no era de aprobación, ni de desaprobación abierta. Era otra cosa. Algo más profundo. Más oscuro. El ceño fruncido. El gesto endurecido. El silencio absoluto. Y sin una palabra, Gabriel se giró en su silla de ruedas y se marchó del lugar, dejando tras de sí un vacío que ni los aplausos ni las felicitaciones pudieron llenar. —¿Estás bien? —preguntó Diego a Isabela en un susurro cerca de su oído, inclinándose hacia ella. Con la expresión de un hombre que no percibía nada fuera de sí mismo. —Lo estoy —mintió. En el fondo sentía la opresión de su padre cayendo sobre sus hombros. La rabia y la vergüenza de haber sido la ofrenda para sus negocios. Siete días. En siete días debía casarse. Ese era el plazo definitivo para su boda con Diego Herrera, el prometido perfecto. Educado, elegante, ambicioso. El yerno ideal para los intereses de su padre. El eslabón que faltaba para sellar la unión entre los Herrera y los Martínez. No dijo que no. No puso objeción. No hizo un berrinche, y no porque estaba de acuerdo, sino porque sabía que si quería entrar de verdad al núcleo de los Herrera, no podía hacerlo como una invitada. Tenía que ser una de ellos. Y Diego era la llave. La muerte de su madre seguía envuelta en sombras. En un misterio que su padre se empeñaba en ocultar. Y Adrián; su padre, jamás le daría respuestas claras. Solo evasivas. Pero había algo en los tratos con los Herrera, algo sucio. Algo que Isabela necesitaba entender. Y la única forma de hacerlo era desde adentro. —Estoy feliz por ti —susurró Valeria, su voz chillona y a su vez venenosa acercándosele por detrás—. Al menos alguien aceptó casarse contigo. Aunque, claro, si él supiera quién eres realmente, habría salido corriendo. Isabela no respondió. Solo giró la cabeza y la miró. Por primera vez, sin miedo. Sin temblor. —¿Sabes qué es lo interesante de los errores? —dijo en voz baja, pero con su mirada altiva—. Que cuando nadie los espera, terminan arruinando los planes de todos. Valeria la observó con los labios entreabiertos, sin saber qué responder. Esa noche, mientras todos celebraban la unión de dos poderosos apellidos, Isabela supo que el juego había comenzado. Y que el verdadero peligro no era Valeria, ni siquiera Diego. Era Gabriel. El único que no la felicitó. Que la miró con indiferencia. Porque en el fondo él sabía que ella no estaba allí para amar, sino para destruir. Siete días después, todo estaba listo. Los anillos, el vestido, los invitados. Todo. Como si el universo entero hubiera conspirado para que el tiempo no fuera un obstáculo. Siete días exactos. Un número tan redondo que parecía un mal chiste. Isabela estaba dentro del vehículo nupcial. Las manos frías sobre su regazo, apretando el ramo con tanta fuerza que algunos pétalos ya estaban vencidos. El vestido caía perfecto sobre sus piernas, inmaculado, sin arrugas, sin manchas. Un diseño espectacular que la hacía lucir como una reina, con un corte corazón en la parte de los senos y un escote profundo en su espalda. Con incrustaciones de diamantes que lo hacían brillar a la luz. La diadema estaba bien puesta sobre su cabeza. El maquillaje intacto. Todo era perfecto, excepto su interior. El chofer, un hombre mayor con rostro impasible, no decía ni una palabra. Solo esperaba instrucciones. Pero Diego no aparecía. Ella miró el reloj. Cuarenta y cinco minutos de retraso. Lo había llamado tres veces. Sin obtener respuestas. La cuarta vez fue directamente a buzón de voz. —¿Ha habido noticias del señor Herrera? —preguntó al chofer, sin quitar la vista del celular. —Ninguna, señorita Isabela. Pero supongo que debe estar en camino. Ya sabe cómo es el tráfico a esta hora. Excusas. Mentiras. Palabras vacías. La quinta llamada tampoco fue respondida. Pero esta vez, el celular vibró con la llegada de un mensaje. Solo uno. Isabela deslizó el dedo sobre la pantalla. Esperando ver una excusa de Diego. Era una fotografía. Una cama de hotel. Una silueta masculina. Diego. A su lado, una figura femenina, en ropa interior. Valeria. Su media hermana. La hija preferida de Adrián. La legítima. La sombra que siempre había intentado eclipsarla. Ambos besándose apasionadamente con la despreocupación de quien no teme a las consecuencias. El aire abandonó su pecho. Pero no fue tristeza ni decepción lo que sintió. Fue furia. Pura, seca, devastadora. Isabela sintió cómo el mundo se detenía. Pero no lloró, no gritó. Solo se enfureció. Un odio seco, visceral, que le endureció sus expresiones y le apagó el alma. Sin decir una sola palabra, empujó la puerta del vehículo y salió. Rodeó el coche, se sentó al volante, y tiró el ramo en el asiento del copiloto. No le importó el vestido, ni que los tacones chocaran con los pedales. El chofer se apresuró hacia ella. —¡Señorita, no puede…! —Apártese —dijo Isabela con voz firme, sin mirarlo. Encendió el motor. El rugido fue inmediato. Y pisó el acelerador. Mientras conducía, apretó con fuerza ese relicario, sintiendo la determinación correr por su torrente sanguíneo como si fuera lava volcánica. —Hoy empiezo, mamá —susurró sin despegar la vista de la carretera—. Hoy entro en la guarida. Dame fuerza para vengar tu muerte… para hacer justicia. La bajada de la catedral era empinada, flanqueada por árboles centenarios y faroles de hierro. La brisa agitaba su velo como una bandera rota. Isabela iba rígida, con las manos aferradas al volante y al único recuerdo que conservaba de su madre, ese relicario, esa diminuta foto en su interior que le daba fuerzas para no desmoronarse. Sus ojos fijos en el camino. Su ceño fruncido y los nudillos de sus manos blancos por la presión al volante. Le habían mentido. La habían usado como un simple peon en un sucio tablero. Diego, Valeria… todos. La imagen en su mente no desaparecía. Diego sobre Valeria. Su media hermana. La que disfrutaba humillándola cada día y que, seguramente se burlaría de que a fin de cuentas, él la había elegido a ella por encima de la promesa de un matrimonio con Isabela. Golpeó el volante con furia. Su media hermana se había acostado con su prometido el día de su boda. Y eso no se lo perdonaría jamás. El vestido le parecía una burla. Cada flor en la catedral, una trampa. Cada voto que no alcanzó a pronunciar, una cadena rota. Y entonces, lo vio. Un vehículo blanco atravesó el camino repentinamente, bajando de la colina lateral. Se cruzó frente a ella sin previo aviso. Lo último que alcanzó a ver fue la sonrisa maliciosa de Valeria. En ese instante, su mente se inundó con recuerdos: Su madre en el hospital. Valeria de niña robando su vestido favorito y rasgándola en pedazos con unas tijeras. Los reclamos de su padre hacia ella. La mirada final de su madre en aquella fría habitación de hospital. Y su último pensamiento antes de perder el conocimiento: ”¡Mamá…!” No le dio tiempo de frenar. El impacto fue brutal. El sonido del metal quebrándose desgarró el aire. Los vidrios estallaron como cristales de hielo. El vehículo de Isabela giró, golpeó contra la barandilla de detención y rodó colina abajo. Isabela apenas pudo gritar. El cinturón la sujetó, pero no evitó que su cabeza golpeara el marco de la ventana. Todo giraba. El cielo, los árboles, el velo flotando en el aire. Y luego, oscuridad. Valeria salió tambaleante de su coche, con la frente sangrando y los brazos ligeramente arañados. Caminó hacia la orilla del barranco y miró hacia abajo. El coche de Isabela estaba volcado entre los árboles, echando humo. Hubo un silencio tan denso que casi se hacía palpable. —No… —susurró Valeria, llevándose la mano a la boca.