Luca Marchetti no era un hombre de muchas palabras, pero cada decisión que tomaba resonaba como una sentencia inapelable. Desde que había asumido el control de la organización, su liderazgo se había forjado en sangre, lealtad y miedo. Esa mañana, mientras el sol apenas despuntaba sobre Milán, él ya estaba en su despacho, revisando los informes de la noche anterior.
Un par de sus hombres aguardaban en la entrada, esperando órdenes. Había movimientos inusuales en los bajos fondos. Un envío de armas había sido interceptado y la noticia le había llegado antes de que su gente pudiera reportarlo. Sabía que eso solo significaba una cosa: alguien estaba desafiando su autoridad.
—¿Alguna pista de quién está detrás? —preguntó con voz gélida.
Uno de los hombres, Marco, asintió con cautela. —Los Russo han estado más activos de lo normal, pero también hay indicios de que Montenegro está intentando ganar territorio.
Luca sonrió de lado, pero no era una expresión de diversión, sino de puro desdén. —E