Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 3
—Lo siento, pero me sentí muy ofendida Rodrigo. Te amo y tu lo sabes, pero me trataste como una prostituta a la que le pagan por sus servicios. Rodrigo respira profundo detrás de la línea, estaba obligado a pedirle perdón, y las palabras de indignación de Virginia, lo estaban haciendo perder la paciencia. —Virginia... lo siento. _La palabra salió arrastrada, carente del calor de un arrepentimiento genuino. Intentó sonar convincente, pero la irritación subyacente tensaba sus cuerdas vocales— Tienes razón, te amo y lo sabes, y jamás quise hacerte sentir de esa manera. Fui un idiota, estaba estresado y mis palabras fueron... completamente inapropiadas. Se pasó la mano libre por el pelo, mirando el techo como si buscara una señal divina para aguantar la farsa. Ella guarda silencio unos segundos, a pesar de sentirse triste por lo ocurrido, lo amaba, así que acepto verlo. —Gracias mi amor, ¿Qué te parece si paso por ti. a las 8:00 Pm, quiero llevarte a un nuevo restaurante, te aseguro que te encantará. — Esta bien, te amo Rodrigo—Le responde Virginia con el corazón en la mano. Colgó el teléfono y soltó un suspiro pesado, más de fastidio que de alivio. La farsa, por ahora, había terminado. "Idiota, estresado, palabras inapropiadas," repitió para sí mismo con una mueca de desprecio. Las palabras que había tenido que tragar le sabían a ceniza, pero el resultado era lo que importaba: Virginia había aceptado. Miró la hora. Las ocho. Tenía que conseguirle un buen regalo. No por amor, sino para cerrar el trato de la noche y evitar otro drama innecesario. Marcó un número. —Sí, soy Rodrigo. Necesito una reservación para dos a las ocho y media en L'Ambre. Y que me tengan listo el ramo de rosas más grande que tengan. Gracias. Virginia, por su parte, se quedó con el teléfono en la mano, sintiendo el eco de ese "te amo" en su pecho. Aún le dolía la humillación, la frialdad de su voz, pero se aferraba a la promesa de la cena, a la idea de que su amor, como una herida, sanaría con la cercanía de él. Se miró al espejo, el rostro un poco hinchado por las lágrimas recientes. No, esta noche no. Esta noche se pondría su mejor vestido, el color que a él le gustaba, y lo esperaría con la sonrisa que él le había enseñado a dibujar. Necesitaba que él la viera y recordara por qué la amaba. La esperanza era una llama terca en su corazón, y a las siete en punto, comenzó su ritual de transformación, ignorando la pequeña voz que le susurraba que una disculpa forzada no era lo mismo que un arrepentimiento. Las horas pasaron muy rápido, el día se esfumó con una prisa inexplicable. El timbre sonó puntual. Eran las ocho en punto. Virginia abrió la puerta, y la visión de Rodrigo con un traje oscuro y un ramo de rosas rojas que casi la triplicaba en tamaño la golpeó con la fuerza de una emoción agridulce. El hombre frente a ella era una obra de arte, un actor consumado. —Estás preciosa, mi amor —dijo él, entregándole las flores. El beso que le dio en la frente fue rápido, formal, y el olor a su colonia era una distracción bienvenida para el nerviosismo de ella. —Tú también estás guapísimo —respondió ella, forzando la voz para que no temblara. Mientras caminaban hacia el coche de lujo, Rodrigo le tomó la mano. Su agarre era firme, posesivo, pero no tierno. —El restaurante es una sorpresa —comentó él, con un tono demasiado jovial, como si estuviera anunciando un negocio y no una cita romántica—. Es exclusivo. Quería que esta noche fuera... inolvidable. El restaurante L'Ambre era todo lo que Rodrigo había prometido: mármol pulido, copas de cristal cortado y una atmósfera de riqueza silenciosa. La cena fue una coreografía de gestos perfectos, pero vacía. Él la escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada, pero sus ojos vagaban constantemente, como buscando una mejor inversión. Ella se reía de sus chistes y le agradecía por las rosas, buscando en cada sonrisa la prueba de que el "idiota estresado" se había ido, y el hombre que amaba había regresado. La botella de vino, cara y añeja, ayudó a suavizar los bordes de la incomodidad. Al salir, el frío de la noche contrastó con el calor de las copas. En el coche, el silencio no era cómodo, sino cargado de expectativa. Rodrigo detuvo el vehículo frente al elegante edificio de Virginia, pero no hizo ademán de moverse de su asiento. —¿Te divertiste, Virginia? —preguntó él, su voz más ronca que antes, más profunda. No sonó a pregunta, sino a confirmación de una transacción exitosa. —Muchísimo, mi amor. Gracias —susurró ella, sintiendo el impulso de acortar la distancia. Se inclinó sobre la consola, y esta vez, el beso que le dio no fue formal. Rodrigo respondió con una urgencia que no tenía nada de romántico. Era una necesidad física, la consumación de una noche que él había planeado meticulosamente. Abrió la puerta del coche sin decir una palabra y la siguió escaleras arriba, guiado por una mezcla de deseo y la satisfacción de saber que había ganado la partida. Una vez en el apartamento, Virginia apenas tuvo tiempo de encender las luces. Rodrigo la tomó por los hombros, empujándola suavemente contra la pared. El vestido de ella se deslizó hasta el suelo con un shhh de seda. Para Virginia, la intimidad era la culminación de su perdón; era la manera en que dos almas se unían después de la tormenta, curando las heridas con el calor del reencuentro. Ella se aferró a él, buscando la ternura que había echado de menos, repitiendo en su mente, «Me ama, me ama». Pero todo era una mentira, una cruel mentira, en realidad no existía amor. Virginia nuevamente gemia al sentir las caricias bruscas de Rodrigo, las cuales ella confundía con deseo arrollador, cada posición en la cama, era como si él le dijera, te amo.






