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El sol se alzaba en el cielo. El grupo de Ahmose cabalgaba hacia el norte de regreso a Menfis. La victoria contra los mercenarios del sur aún resonaba en la mente de sus hombres y era una victoria que les había dado gloria. Pero Ahmose no sentía la gloria. Sentía un mal presentimiento.
—Señor, ¿qué sucede? —preguntó Nebu—. No hay enemigos en el camino.
—No lo sé, Nebu. Es solo una sensación. Una voz en mi cabeza. El silencio es demasiado profundo. El desierto no es tan silencioso.
Ahmose se frotó los ojos. Sus hombres a su alrededor estaban cansados pero felices. Habían hecho un buen trabajo. Ahora solo querían llegar a casa. Querían ver a sus familias. Querían disfrutar de su gloria. Pero el desierto tenía otros planes.
De repente una flecha se clavó en la arena justo delante del caballo de Ahmose. El animal se encabritó con un relincho. Ahmose lo controló con mano firme.
—¡Emboscada! —gritó Nebu.
Ahmose no esperó a ver de dónde venían los atacantes. Desenvainó su espada.
—¡Hombre