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La oficina de Rekhmire era tan fría y sombría como él mismo. Las paredes estaban cubiertas de papiros y mapas y el aire olía a tinta vieja y a ambición. Menkat entró sin llamar con su rostro pálido de rabia. Rekhmire estaba sentado en su escritorio inspeccionando un mapa del sur de Egipto que era el mismo lugar donde Ahmose había estado.
—Rekhmire —dijo Menkat—. Ahmose volverá. Y con una victoria. Los mercenarios no han sido un problema. ¡Se ha burlado de mí!
Rekhmire levantó la vista. —No se ha burlado de usted, mi príncipe. Ha demostrado ser lo que todos sabemos que es: un buen soldado. Pero un buen soldado no es un buen príncipe.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Dejar que vuelva a la corte y que me quite lo que es mío? ¿A Nefertari?
—No, mi príncipe. No lo hará.
Menkat frunció el ceño. —¿Qué dices? Los mercenarios fallaron… ¡Tanto que me costaron! No debo confiar en mercenarios la próxima vez.
—Fallaron —dijo Rekhmire—. Ellos eran unos simples mercenarios de mala sangre. Ahmose