Nicolás no podía ver nada más allá de las paredes negras del automóvil en el que lo habían encerrado. Sin ventanas, sin posibilidad de saber hacia dónde se dirigía o cuánto tiempo llevaba atrapado. El silencio que rodeaba el vehículo era opresivo, y la presencia de los dos hombres que lo escoltaban en la oscuridad, inquebrantables y vigilantes, solo aumentaba la tensión. Podía sentir sus miradas fijas en él, como si cada segundo de su existencia fuera observado y juzgado.
Sabía que cualquier intento de resistencia sería en vano, pero su mente seguía activa, evaluando posibles salidas, cada oportunidad que pudiera surgir. Mientras el vehículo continuaba su recorrido, la tensión en su pecho crecía, y los ecos de sus propios pensamientos se convertían en un murmullo incesante.
Finalmente, el vehículo se detuvo. Uno de los guardias tocó suavemente su hombro, señalándole que saliera. Al abrir la puerta, Nicolás quedó momentáneamente cegado por la luz que inundaba el exterior. Al acostumbra