Capítulo 3

Asentí, sin saber que hacer o decir. Cogió su abrigo y salimos a la calle. Caminamos calle abajo y abordamos su automóvil. Al menos seguía teniendo un vehículo presentable. De camino a alguna parte, pude notar que sufría de un tic extraño en la mano izquierda, ya que le temblaba considerablemente al maniobrar con el volante, pensé en preguntarle, pero supuse que sería algo descortés, y me mantuve callada.

—¿Cómo está Levi? —preguntó, cortando el silencio.

—Mejor que bien, consiguió una beca para asistir a una academia de arte los martes, jueves y sábados en la tarde—respondí con orgullo.

—Es muy talentoso. Recuerdo sus pinturas—lo elogió y estuve de acuerdo—con esta proposición, Tessa, Levi podría ir a estudiar a grandes escuelas de arte en todo el mundo.

Tragué saliva. ¿Qué clase de condición era, para conseguir tanto dinero y a cambio de qué?

—Suena estupendo, pero…

—Cálmate, hija. En cuanto comamos, lo sabrás.

El restaurante que eligió fue el más lujoso de la ciudad, y me pregunté si todavía contaba con tanto efectivo como para pagar algo de ese lugar. Incómoda, bajé y lo seguí, aferrando mi bolso al brazo. Tenía tiempo desde la última vez que pisé un sitio como ese y mi cabeza no podía cavilar que de nueva cuenta me viera enfrascada en medio de personas amantes del dinero. Elegimos una mesa reservada hasta el fondo, al lado de una enorme pecera con peces betas de varios colores, ondeando sus colas majestuosas en la plenitud del cristal. Keith pidió la especialidad para ambos y nos quedamos mirando fijamente, sin decir una palabra. Era incómodo y algo perturbador. Postré mi atención con desdén en la servilleta que curiosamente tenía el nombre del restaurante bordado en una esquina de la misma, haciéndolo ver elegante. Pronto llegó la comida: Filete de carne de res, verduras y puré de papas, acompañado de ensaladas y de bebida agua de limón. Boquiabierta, miré horrorizada toda esa comida, que podía bastar para tres días entre Levi y yo. Anonadada, comencé a comer después de que él comenzara. Cuando sentí que mi falda se rompería y mis botones de la blusa estallarían, comprendí que ya no podía más y que había terminado de comer, pero Keith acabó con todo su plato poco después.

—¿Y bien? ¿Me dirás por fin de qué va todo? —insistí. Quería que fuera al grano. Keith Richards se llevó una mano a la barba y me escrutó la mirada, intentando erróneamente ver alguna emoción o interés dentro.

—Te haré unas preguntas, quiero que me contestes con la verdad, ¿de acuerdo?

—Depende—objeté.

—Tienes que ser honesta, porque, al fin y al cabo, ya aceptaste ese dinero para salvar tu hogar y no hay vuelta atrás.

—Te recuerdo que fuiste tú quién me depositó el dinero sin dejarme opinar—sisé.

—Lo hice porque sé que necesitabas ayuda, Tessa.

—Toda acción, debe tener su beneficio, Keith. Mejor dime, ¿qué vas a ganar tú a cambio de que yo acepte cualquier condición?

—Eres muy lista—sonrió.

—Desde hace un año aprendí a leer el lenguaje corporal de las personas y adivinar segundas intenciones.

—En mi caso, mi intención no es mala—repuso con el ceño fruncido—tengo dos, la primera eres tú, planeo ayudarte a salir de ese problema, y lo segundo; reanudar mi trabajo como abogado. Ahí lo tienes, eso es todo.

Sus palabras sonaron demasiado honestas y sinceras, que tuve que morderme los labios.

—Agradezco de corazón ese gesto de tu parte, pero si se trata de algo que no está en mis manos aceptar, tendrás que entender mi decisión—sentencié. Keith suspiró y asintió.

—¿Me permites hacerte las preguntas? —preguntó, ansioso—son un poco personales, pero necesito saber.

Intimidada, no tuve otra opción más que asentir y prepararme mentalmente.

—Bien, tengo el presentimiento de que me arrepentiré después, pero estoy lista—contesté.

Sorpresivamente, le vi sacar una hoja de papel doblada varias veces y la deslizó hasta mí. Incrédula, mi mirada pasó de la hoja a él y otra vez a la hoja. ¿Acaso era un formulario?

—Léelo—me instó—y aquí tienes este bolígrafo para contestar de manera escrita, ya que así es mejor.

Ignorando a qué se refería, acepté el bolígrafo y desdoblé el papel. Había seis preguntas ahí, hechas por él, desde luego. Le envié una mirada perpleja antes de comenzar a leerlas y a responderlas.

¿Hace cuánto fue tu primera relación sexual?

¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales?

¿Has estado embarazada?

¿Has tenido enfermedades venéreas?

¿Cuántas parejas has tenido a lo largo de tu vida?

Entorné y de inmediato lo miré con desprecio.

—¿Qué clase de preguntas son estas? —espeté, ofendida.

—Te dije que guardaras la calma y respondieras con honestidad, Tessa.

—Pero esto es algo más que personal, es íntimo—mascullé, humillada—y de ninguna manera voy a responderlas.

Lancé el bolígrafo con rabia en la mesa, rebotó y cayó al suelo de manera precipitada, captando la atención de algunas personas del restaurante. Keith, con aire abrumado, recogió el bolígrafo y lo colocó en medio de la mesa.

—Tienes que hacerlo, Tessa. Esa es parte de la condición. Sé que para una mujer es algo humillante, pero es la única manera, lo digo en serio—añadió con pesar—no te pido que las contestes en cinco minutos, empero debes hacerlo. Te doy hasta el viernes para que me mandes por mensaje la fotografía de las preguntas contestadas, ¿está bien? Y una vez que tenga las respuestas, volveremos a vernos aquí mismo.

—No.

Me negué rotundamente. ¿En qué diablos estaba pensando?

—Hazlo—ordenó—o de lo contrario, te embargarán la casa y de paso, iremos a la cárcel.

Aquello me desconcertó. ¿La cárcel? Keith no me dio tiempo de protestar, se levantó de un salto del asiento, cogió su abrigo, dejó dinero en la mesa y se marchó muy rápido, sin darme oportunidad de hablar o asimilar lo que acababa de decir. Avergonzada, tomé mi bolso, mi dignidad del suelo y la humillación hecha papel con seis malditas preguntas personales; y salí del restaurante. Eran casi las cinco, y tenía el tiempo contado para llegar a la pizzería, cambiarme el uniforme y comenzar la jornada. El trabajo resultó menos agotador porque mi cabeza estaba pensando en esas preguntas y en la palabra “cárcel” que solo hacía eco en las paredes de mi cerebro a cada segundo. Y a las once en punto de la noche, me cambié nuevamente a mi ropa de recepcionista y fui en búsqueda de un taxi.

—Estás pálida.

Di un respingo cuando la voz de uno de mis colegas de la pizzería habló, demasiado alto para haber aparecido de repente. Ni siquiera noté su presencia hasta ese momento.

—Lo siento, no quise asustarte, Tessa—se disculpó. El chico tenía dieciocho años, un año menor que mi Levi y me causaba ternura.

—No te preocupes, Hunter. Estoy pensativa, eso es todo—expliqué sin entrar en detalles.

—¿Quieres que te acompañe a casa? Ya es muy tarde.

—Oh, no es necesario—me negué. Había olvidado que él tenía coche, lo cual me pareció curioso que estuviera en la parada de taxis conmigo.

—Anda, insisto. Además, estás muy pálida y temo que te vayas a desmayar o algo.

—Está bien, gracias, Hunter—accedí. Y solo porque tenía razón. Sentía que todo me daba vueltas y mis piernas temblaban a cada paso.

—Mi coche está cruzando la calle, vamos.

En casa, me despedí del chico y entré. Todo estaba muy oscuro y me pregunté si Levi ya se había dormido, ya que siempre que llegaba, él estaba esperándome. Dejé mi bolso en el perchero y subí a rastras por la escalera, deseando poder recostarme. Recordé que me había enviado un mensaje anunciándome que cenaríamos juntos, cambié de rumbo y me dirigí a su habitación. Me dolían los pies y la alfombra ayudaba bastante, pero al instante que abrí la puerta de la recámara de Levi y encendí la luz, palidecí. Él no estaba, la estancia estaba vacía.

Bajé corriendo por mi celular y le llamé sin pensarlo dos veces. La típica canción de llamada de mi hermano sonó en la sala y crucé el pasillo alterada. Mi corazón dejó de latir erráticamente en el segundo que lo vi. Levi estaba profundamente dormido en el sofá, con el teléfono en el pecho y unas cajitas envueltas en bolsas de plástico. Hamburguesas. Sonreí y dejé mi celular en la mesa del centro para acercarme a acariciarle el cabello a mi pequeño hermano. Le quité el teléfono de encima y guardé las hamburguesas para desayunarse al otro día. Subí por una sábana para taparlo en lo que yo me ponía el pijama para acompañarlo en la sala. Mientras me cambiaba de ropa, nuevamente el temor de la propuesta de Keith Richards inundó mi mente. Cerré los ojos y respiré hondo varias veces. Si aceptar su condición implicaba que le daría la vida que Levi se merecía, lo haría. Esa noche dormí en el otro sofá, o bueno, intenté dormir. En la mañana, mis ojeras asustaron a mi reflejo y a mi hermano. Si de por sí tenía ojeras, esta noche fue la cereza del pastel de mi horrible aspecto. Desayunamos en silencio las hamburguesas, y él estuvo disculpándose por haberse quedado dormido, pero por supuesto, no tenía la culpa.

—Mañana pediré el día en la pizzería para ir de compras, ¿te parece?

—¿Hablas en serio? —preguntó con emoción infantil.

—Sí. Así que a eso de las seis de la tarde saldremos o cuando salga del bufete—dije.

Más tarde, antes de subir a mi taxi, Levi salió a despedirse de mí con algo en sus manos.

—Póntelo antes de llegar a tu trabajo—pidió con una sonrisa. Fruncí el ceño al aceptar la pequeña bolsita azul de regalo.

—¿Qué es?

—Es algo que te hará lucir más hermosa. ¡Nos vemos en la noche!

—Eh, gracias—miré la bolsita y después a él—mucho éxito en la academia.

Abordé el vehículo y vi el interior de la bolsita con interés. Era una nueva pañoleta color dorada con mis iniciales a los bordes, muy hermosa y al fondo, había unos pendientes del mismo color en forma de gota. Dios. De seguro eran carísimos. Me debatí en usarlo o mantenerlo dentro de la bolsa para luego confrontarlo y exigirle saber cuánto había gastado en aquello, ya que el dinero era fundamental para los dos. Pero después me imaginé la expresión de su rostro al escucharme regañarlo y se me encogió el corazón. Suspiré y me quité la pañoleta de siempre y la sustituí por la nueva. Me puse los pendientes y mordí el interior de mis mejillas. Ya tendría tiempo de lamentarme después. Y para que se notara más mi pañoleta dorada y los pendientes, me amarré el cabello en una cebolla, mirándome un poco diferente. Retoqué el labial antes de bajar. Pensé que mi día iba a ser estupendo, pero fue un error haber pensado de esa manera, pues cuando me disponía a entrar a la recepción, una persona salió corriendo en dirección opuesta a la mía y pasó empujándome fríamente con tal fuerza que acabé sentada sobre mi trasero a mitad de la acera.

—Lo siento—se disculpó de manera rápida, y extendió su mano hacia a mí sin mirarme. Se la estreché con furia y tiró de mí para levantarme—ten más cuidado.

MiloHipster

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