Esteban salió del coche, se arregló la ropa y adoptó una expresión imperturbable. Sus sentidos de lobo estaban en máxima alerta, percibiendo ya algo extraño en el ambiente que rodeaba la villa.
Pensó que, aunque vendría a consolarme, también debía hacerme entender la gravedad de mis acciones. Sus instintos de Alfa exigían que estableciera límites.
—Seré amable, pero firme. —Se dijo en voz baja. —Tiene que aprender cuál es su lugar.
Pensaba que, en el futuro, yo no debía simplemente llevarme a nuestra hija y marcharme por capricho. Según él, ninguna compañera de un Alfa debería tener tanta libertad. Ignoraba, voluntariamente, la voz interna que le recordaba que yo no era una compañera cualquiera: era la heredera de la Manada Luna Plateada.
Empujó la puerta, listo para recibirme entre sus brazos. Infló ligeramente el pecho, ya ensayando el discurso magnánimo que me ofrecería cuando inevitablemente me disculpara.
Pero la persona que levantó la vista fue Victoria.
Estaba al borde del llant