*—Callum:
Al llegar a los servicios, suspiró aliviado… hasta que vio al hombre frente al espejo.
Era enorme, tan alto que casi tocaba el marco del espejo, con una presencia imponente mientras hablaba por teléfono. Callum chasqueó la lengua. Otro maldito alfa.
El pequeño baño estaba cargado. Y aunque, como beta, no podía oler feromonas directamente, ya que no contaban con la sensibilidad sensorial de los alfas ni de los omegas, un aroma fuerte e intenso flotaba en el aire. Almizclado… especiado… salvaje. Debía ser el desodorante del lugar, o eso se dijo a sí mismo, porque un beta como él nunca olería las feromonas de un alfa al menos que tuviera una nariz super sensible y no la tenía.
Decidió ignorarlo y entró en uno de los cubículos. Tenía el estómago revuelto y necesitaba un momento de privacidad para recuperar el control. Mientras hacía sus necesidades, pensó que quizás debería dejar de beber. Lo había perdido todo: el trabajo, la estabilidad… y ahora su matrimonio.
Jules y él habían terminado. Definitivamente, pediría el divorcio. Que siguiera revolcándose con su jefe y burlándose de él si quería, pero si existía algo como el karma, algún día se vengaría.
Al salir del cubículo, se dirigió al lavamanos. El alfa había terminado su llamada… pero seguía allí. Mirándolo.
Callum alzó la vista y se ajustó las gafas de pasta negra con un gesto mecánico. Sin pudor alguno, analizó al alfa.
De algún modo, se le hacía conocido…
Sacudió la cabeza. No todos los alfas eran iguales, pero sí compartían ciertas características: la altura, el cuerpo atlético, la seguridad que irradiaban. Este hombre era sin duda un alfa dominante, aquella variante genética poderosa dentro del subgénero alfa, con feromonas más intensas, fuerza física superior y un deseo inherente de controlar o marcar a sus iguales o inferiores. Dominaban tanto con su voz como con su presencia y este hombre era muy dominante.
Vestía una gabardina negra que caía sobre un traje igual de oscuro. Cualquiera pensaría que era la parca en persona, venida a llevárselo. Su cabello, negro como el ónix, caía con elegancia sobre una frente amplia. Su piel de porcelana contrastaba con sus ojos oscuros, intensos. Tenía una nariz perfilada, labios bien definidos y una mandíbula limpia, sin rastro de vello.
Callum se perdió un segundo en su rostro, hasta que el alfa sonrió… y rió.
Una risa grave, rica, profunda.
Espera.
¿Se estaba riendo? ¿De él?
Callum frunció el ceño.
—¿De qué te ríes, imbécil? —le soltó, enfadado, sin importarle un carajo la maldita jerarquía que decía que los betas debían respetar a los alfas y besar el suelo que pisaban.
La risa cesó de inmediato y las cejas negras del alfa se alzaron hasta casi tocar su línea de cabello, y lo miró con una expresión genuinamente sorprendida.
—Sí, te estoy preguntando: ¿de qué carajo te ríes? —le dijo Callum con la voz áspera, girándose hacia él mientras se cruzaba los brazos sobre el pecho. Ladeó la cabeza con sorna—. ¿Tengo cara de payaso?
El alfa alzó una ceja, sin responder. Su silencio era más afilado que cualquier palabra.
Callum se lo quedó mirando, con los ojos entrecerrados. Podía apostar que ese tipo estaba acostumbrado a las risas fáciles, a que todo el mundo le celebrara hasta un parpadeo. Seguramente, vivía rodeado de gente dispuesta a caer de rodillas con solo oler sus feromonas, pero él no. Él ya no era ese tipo. No hoy. No después de lo que había perdido.
El hombre siguió observándolo en silencio por unos segundos eternos. Luego, su boca se curvó en una sonrisa ladina, peligrosa.
—Debes estar borracho —murmuró con voz grave, sacudiendo la cabeza.
Su tono era peor que la risa. Un retumbar oscuro, profundo, que se le clavó a Callum en la médula. Jadeó sin querer. Le sorprendió el sonido que escapó de su garganta. ¿Por qué reaccionaba así?
Esa voz…
La había escuchado antes. No podía recordar dónde, pero había algo inconfundible en ella. Tal vez era un cliente de Philip. Todos los alfas ricos de la ciudad se conocían entre sí, pero sinceramente, a Callum no le importaba una m****a.
No sabía si era el alcohol, la rabia o simplemente que ya no le quedaba nada que perder, pero el descaro le hervía en la sangre.
—¿Y qué si lo estoy? —le devolvió, con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
El alfa negó lentamente.
—Si no lo estuvieras, me reconocerías, pero veo que...
—No, aunque no estuviera, no te reconocería —lo interrumpió Callum con frialdad—. No sé quién eres y tampoco me interesa conocer a otro alfa de m****a —le lanzó y se giró para lavarse las manos, echando la cabeza hacia atrás con una risa seca—. Te sorprende que los deteste, ¿verdad? —preguntó con desdén, sin esperar respuesta—. Ustedes se creen la última fuente de agua en un desierto, pero solo son una pila de arrogancia con músculos. Fuiste bendecido con un par de genes extra, ¿y qué? Apuesto lo que me queda a que no sirven ni en la cama. Solo tienen buena prensa.
Callum se miró en el espejo y soltó una carcajada rota.
—Al final, quienes de verdad se rompen el lomo en todo, quienes sí aman, quienes se entregan sin esperar una jodida medalla... son los betas, pero claro, nosotros no podemos marcar, no podemos vincularnos, no olemos feromonas, no... no tenemos valor para ustedes.
Alzó la vista hacia el espejo.
El alfa seguía allí.
Inmóvil.
Observándolo.
Sus ojos, antes de un negro impenetrable, comenzaban a tornarse dorados. Un brillo metálico y amenazante se colaba en su mirada.
Callum tragó con dificultad.
Sabía lo que eso significaba.
Estaba enfadado. Obviamente no excitado. ¿Por un beta como él? ¡Por favor! No. Jamás.
Era momento de largarse de allí antes de terminar como papilla en el suelo del baño.
Se secó las manos apresuradamente y giró para buscar una toalla de papel, pero no alcanzó a dar un paso cuando una mano grande, fuerte, de dedos largos como garras, se cerró en torno a su muñeca con fuerza.
Callum jadeó, congelado.
—¿Quieres probar? —le susurró el alfa con una sonrisa oscura en los labios.
Callum lo miró de inmediato.
¿Probar… qué?
El alfa no se molestó en explicarlo.
—Hablas con tanta seguridad de tantas cosas, como si supieras, pero yo sé que no sabes un carajo —se burló con suavidad venenosa. Luego rió bajo—. ¿Un alfa malo en la cama? ¿En qué dimensión pasa eso?
Bufó con desprecio.
—Por la forma en que lo dices supongo que te dejó uno, ¿verdad?
—No me importa ni me interesa —espetó Callum, tratando de liberarse del agarre, pero no pudo. La fuerza del alfa era aplastante. Su pulso vibraba bajo los dedos como si una bestia dormida comenzara a despertar.
Maldita sea.
¿Qué estaba pensando?
—Los betas son todos iguales —continuó el alfa, implacable—. Hablan, critican, protestan, pero no hacen nada para cambiar su entorno, ¿verdad? —lanzó el alfa y soltó otra carcajada—. Por eso están en el fondo, porque no deciden, no luchan, no aspiran. Son cobardes.
Callum sabía que había metido la pata hasta el fondo esa noche, pero algo en él… no quería ceder.
Aunque el ambiente se llenaba con ese olor especiado, denso, casi embriagante. Ese aroma salvaje, mezcla de especias y algo más… lo hacía sentir extraño. Mareado. La cabeza le daba vueltas, pero se obligó a no tambalear.
Con un tirón violento, logró zafarse.
Y se plantó firme frente al alfa, con el pecho inflado y el mentón en alto.
—Yo no soy un cobarde —dijo, con voz temblorosa, pero decidida.
El alfa bajó la mirada lentamente, recorriéndolo desde el rostro hasta los zapatos, y luego subió de nuevo hasta sus ojos.
—Yo creo que sí —murmuró, sonriendo y dio un paso hacia adelante.
Callum retrocedió.
Otro paso del alfa. Otro retroceso.
Hasta que su espalda chocó contra la pared de azulejos fríos y el cuerpo del alfa se plantó frente a él, robándole el aire.
No había escapatoria.
Callum alzó la mirada y lo vio sonreír, pero no con burla, con hambre.
—Aquí estás… —susurró el alfa, acercando su rostro—. Como un cachorro acorralado frente a su depredador.
Callum abrió la boca para replicar, pero la cerró en seco cuando el aroma del alfa se volvió aún más denso. Era casi tangible, como una caricia caliente deslizándose por su piel. Y eso no tenía sentido.
No.
Era un beta. No podía olerlo. No así.
Sin embargo, ahí estaba, atrapado en una nube de especias oscuras y madera ahumada que le erizaban la piel y le revolvían el estómago. Sintió un cosquilleo recorrerle la nuca y bajar por su espina dorsal hasta colarse entre sus piernas. Tragó saliva. Algo en su cuerpo reaccionaba por instinto, como si reconociera ese olor, aunque su mente no pudiera ubicarlo.
Alzó la mirada, y por un instante, se quedó paralizado. Los ojos dorados del alfa brillaban con un fuego contenido, casi depredador. Su sonrisa era peligrosa, como la de alguien que sabía que tenía todo el control.
—¿Te comí la lengua? —preguntó el alfa, la voz grave, una vibración que se coló bajo su piel.
Callum forzó una sonrisa torcida. Tenía que mantenerse en pie. Tenía que recuperar el control, aunque fuera con arrogancia.
—No, no lo hiciste —replicó con tono altivo, pero su voz tembló apenas al final. Y lo odió por eso.
—Ah… —el alfa ladeó la cabeza y soltó una risa baja—. Creía que sí.
Después suspiró y se acercó más, inclinándose hacia su rostro. Tan cerca que Callum sintió el calor que emanaba de él, el aliento rozándole la mejilla.
—Entonces… ¿probamos qué tan bueno es un alfa en la cama?
—Yo… —balbuceó, perdiendo pie cuando unas manos grandes y firmes se deslizaron con descaro hasta su trasero y lo apretaron con fuerza.
Callum jadeó, sorprendido por el contacto, por la electricidad que estalló en su cuerpo. No recordaba en qué momento el alfa lo había rodeado, cuándo lo había sujetado así. Su cuerpo fue alzado apenas unos centímetros, pero lo suficiente para hacerlo sentir pequeño y atrapado. Se aferró a su pecho por reflejo, buscando estabilidad.
Y entonces ocurrió.
Su agujero se contrajo involuntariamente. Su sexo se endureció, palpitando bajo la tela de sus pantalones. Una oleada de deseos lo golpeó con una fuerza cruda, primitiva.
—Una parte de ti quiere decir que sí —susurró el alfa, el tono envolvente como veneno dulce—. Así que… ¿por qué no cedes, cariño?
Callum cerró los ojos por un segundo. Su respiración era errática, su cuerpo un caos. Todo en él gritaba que huyera, que se alejara, pero una voz más baja, más oscura, le pedía rendirse. Solo un poco. Solo una vez. Solo por esta noche.
El alfa se inclinó más, hasta que sus labios casi rozaron su oreja.
—Te gusta esto… aunque ni sepas por qué, ¿verdad?
Callum abrió los ojos de golpe y lo miró. Ese rostro… algo en él le resultaba inquietantemente conocido. No podía nombrarlo. No podía ubicarlo, pero había una sensación en su pecho, un eco perdido.
El alfa le sostuvo la mirada, intenso.
Firme.
Inquebrantable.
Y entonces todo dio vueltas.
El aroma se volvió abrumador, sus sentidos saturados, su cuerpo tenso. El pulso le retumbaba en los oídos. Un calor abrasador lo consumía por dentro, y su mente no podía más.
Trató de apartarse. Dio un paso torpe hacia atrás, pero sus rodillas fallaron.
El mundo se oscureció.
Y justo antes de caer, una última idea cruzó por su mente como un relámpago:
«Me metí en la boca del lobo… y ese lobo… ese maldito lobo… parecía conocerme», fue el último pensamiento coherente que tuvo.