-Annabel-
Cuando Darius cerró la puerta, el silencio se volvió casi insoportable.
Podía sentirlo todavía ahí, al otro lado del pasillo, con esa energía suya que llenaba el aire incluso cuando no estaba presente.
Pero no podía permitir que pasara la noche en la misma habitación que yo.
Me quedé sentada en el borde de la cama, con el colgante entre las manos.
Era un pequeño medallón plateado, ennegrecido por el tiempo, con una piedra opaca en el centro que parecía absorber la luz de la chimenea. Algo en ese objeto me llamaba, como si me susurrara al oído cada vez que intentaba ignorarlo.
Pasé el pulgar sobre la piedra. Estaba tibia.
Cerré la mano alrededor del colgante y respiré hondo. Un escalofrío me recorrió el brazo.
Por un momento sentí como si algo se moviera dentro de la piedra… una vibración leve, insistente.
Y entonces, el mundo se desdibujó.
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El aire olía a flores secas y a magia.
Abrí los ojos y me encontré de pie en una cocina pequeña, cálida, bañada por una luz dorada.