Mundo de ficçãoIniciar sessãoCapítulo 2
Arya Saqué fuerzas de donde no tenía y arrastré a ese hombre hasta a la cueva, no por bondad, sino por un instinto traicionero que me gritaba que no lo dejara morir ahí. El sudor frío me bañaba entera; mi cuerpo, que ya batallaba con un celo incontrolable, se rebeló al contacto con ese macho herido. Lo dejé caer sobre la fría piedra que me servía de cama y miré la herida en su costado, una brecha profunda que no dejaba de escupir sangre. Yo, que me había negado a la naturaleza de mi cuerpo durante años, ahora estaba curando a un extraño, a un macho dominante que irradiaba poder incluso estando moribundo. Mezclé algunas hierbas, herví agua. Mis manos temblando por el fuego que comenzaba a arder en mi interior. Le limpié su herida, la vendé con un trozo de tela que rasgué de mi falda y lo obligué a tragar el té amargo. Cuando sus ojos finalmente se abrieron, fueron dos pozos de oscuridad y traición. Me miró como un depredador a su presa. —¿Quién te atacó? —pregunté sin rodeos. —Bandidos —balbuceó, pero la mentira era tan palpable como el olor a hierro y tierra mojada que impregnaba el aire. Sus ojos vacilaron. Me aparté, no por miedo, sino por precaución. La duda me golpeó más fuerte que la realidad. ¿Estaba huyendo de la muerte o lo había atraído el olor de mi celo? Fue entonces cuando lo sentí. Un golpe invisible, una ráfaga de feromonas que él liberó y me cortó la respiración. Dominio. Poder. Calor. Un macho dominante dejando su marca. Mi cuerpo reaccionó antes que la razón, una ola de calor humillante se centró en mi vientre. Me acordé de todos los brebajes que no preparé, del orgullo que me impedía ceder. Pero su olor era distinto; obligaba a obedecer, delataba el deseo más obsceno que jamás había sentido. Y mientras más lo respiraba, más se aflojaban mis piernas. Él respiró hondo. Su voz bajó, áspera, rasposa, casi seductora. Vibrando en mis huesos. Se acercó, lento, con la certeza de quien sabe que la rendición es inevitable. —Me has ayudado a sanar mi herida —susurró, paralizando mis latidos—, yo puedo ayudarte a calmar tu… ansiedad. Fue un golpe bajo, directo a mi necesidad más profunda. Una parte de mí gruñó furiosa, negándose; la otra suplicó rendirse, aunque solo fuera para apagar la llama devastadora que me estaba sofocando. Lo miré a los ojos. Vi el reconocimiento de su lobo. Algo peligroso. Algo que me asustó. —No —dije, firme, aunque mi voz temblaba. Él apenas sonrió. Una sonrisa sin alegría, la de alguien que sabe que la negativa solo hace la victoria más placentera. Se inclinó. Sentí su aliento fresco y tibio en mi cuello, un fuerte olor a sangre, a fuego, a guerra. Y ese aroma invisible me estaba doblegando. “Resiste,” me repetí. Pero la marea que su presencia levantaba era demasiado fuerte. Su mano se levantó, despacio. La proximidad bastó para romperme. Me imaginé usada, convertida en su juguete. Eso me horrorizó. Pero la furia de mi cuerpo pidiendo un respiro me hizo dudar. —No haré nada que tú no quieras —susurró, tan grave que mi cuerpo entero reaccionó—, pero si me permites, puedo ayudarte a apagar ese fuego que arde dentro de ti. El silencio se hizo pesado. Su mano bajó por mi espalda. Me quedé paralizada, sin aire y huí. Salí de allí, corriendo como alma que lleva el diablo. El río estaba oscuro y frío. Me arrodillé en la orilla, jadeando, intentando ahogar el calor que no quería sentir. Había pasado mucho rato luchando contra el deseo que él había despertado; un deseo que no sabía si era mío, o impuesto por su dominio, o el producto de mi ciclo descontrolado. Me sumergí por completo. El agua implacable intentó devolverme a la cordura, pero mi cuerpo seguía encendido. Salí, sintiéndome viva… o más desesperada. Su olor, esa mezcla de poder y fuego, seguía pegado a mi piel. Caminé de regreso a la cueva, exprimiendo mi ropa. Quizás él ya dormía. Quizás tendría tiempo de recomponerme antes de enfrentarlo. Pero cuando llegué, sentí su presencia. Su olor. Su dominio. Él estaba despierto y estaba observándome. Dorian. La vi llegar. Mojada. Temblorosa. Luchando contra algo que la quemaba por dentro. Ella creyó que podía ocultarlo, huir del deseo. Pero yo lo sentía. Su cuerpo lo gritaba. Morvak, mi lobo, se despertó, más salvaje que nunca, empujándome, exigiendo. Despertando un deseo primitivo e impuro que no debía existir. Yo no quería tocarla. No quería tenerla cerca. Pero Morvak, ese maldito, ansiaba poseerla. Y yo… empecé a desear hacerlo con ella. La observé mientras frotaba sus brazos junto al fuego, su respiración era irregular. Me miró. Y esa maldita descarga eléctrica se apoderó de mí, de ella, del espacio entero. Caminé despacio hacia ella. Cada paso era una lucha contra el recuerdo de mi Luna, contra la sed de venganza que había definido mi vida. Pero Morvak me arrastraba. Cuando estuve lo suficientemente cerca, su olor me envolvió. Su corazón golpeó con tanta fuerza que casi lo escuché explotar. —No deberías mirarme así —murmuró. —¿De qué forma debería mirarte? —respondí, mi voz áspera, calentando su sangre nuevamente. No hubo advertencia, ni permiso. Solo mi mano, fuerte y caliente, acariciando su espalda. La acerqué con un movimiento brusco. Su pecho chocó contra mi torso casi desnudo. La besé. Un beso salvaje, uno que reclamaba, que exigía, que quemaba. Mis labios chocaron con los suyos con una ferocidad que le robó el aliento. Mis manos se hundieron en su cintura. Las suyas se aferraron a mis hombros. Mis músculos se tensaron. Estaba ardiendo, el fuego de su cuerpo saltó al mío. Mis labios bajaron a su cuello. Besos intensos, desesperados. Mis colmillos rozaron su piel, apenas un toque, una marca, pero suficiente para que ella se arqueara hacia mí. Su respiración se volvió errática. Sus uñas se clavaron en mi espalda. Gruñí, no de dolor, sino de incontrolable deseo. No hubo ternura, ni afecto. Era un descontrol. Una necesidad que no pedía permiso ni perdón. La levanté del suelo, la estreché contra mi cuerpo y Morvak soltó un rugido sordo. La devolví al suelo y la empujé suavemente contra la pared de piedra. La roca fría contrastó con el calor de mi cuerpo. —Detente… —susurró, sin saber si me hablaba a mí o a sí misma. Respondí con otro beso, más profundo, más hambriento que me robó toda palabra. Mis manos delinearon su cuerpo, bajando lento, firmes. La sujeté más fuerte. Ella gruñó. En ese instante, no pensé en consecuencias, ni en quién era ella, ni en quién era yo. Solo pensé en ese fuego que nos estaba destruyendo y al mismo tiempo nos mantenía vivos. La noche se redujo a besos voraces, caricias tensas y un ritmo indomable. Salvaje. Prohibido. Ninguno de los dos quiso detenerse. No sé cuánto tiempo pasó. Solo recuerdo la sensación de su cuerpo, el aroma de su piel, la manera en que nuestras respiraciones terminaron entrelazadas. Se durmió sobre mi pecho. Su mano descansaba en mi torso desnudo. Por un breve y peligroso instante, sentí paz. Morvak, ese maldito lobo, había reconocido algo en ella, algo que no había sentido desde la muerte de mi Luna. Pero yo no soy un cachorro que se deja arrastrar por el instinto. No después de todo lo que perdí. No importa cuán salvaje fue esta noche. Una mujer tan frágil, tan rota, no tendrá poder sobre mí. Abrí los ojos antes del amanecer. Mi herida seguía sanando. Me levanté sin dejar huellas. El instinto de huida era más fuerte que el deseo de quedarme y enfrentar la verdad de lo que Morvak había provocado. Me di la vuelta, listo para salir, cuando mi mano fue directo a mi pecho. El lugar donde guardaba la insignia... estaba vacío. Un fragmento de mi insignia, de mi linaje, esa que representa a mi manada, se había caído. No tuve tiempo de buscarlo. Salí de ahí, ignorando el grito silencioso de mi lobo. El recuerdo de su piel. De la mujer que acababa de salvarme, de entregarme su cuerpo sin condiciones. Mientras me alejaba, la certeza me dio una fuerte bofetada. Sabía que si ella encontraba la insignia que me identifica... sabrá que se entregó a su peor enemigo. Mi sed de venganza ahora tenía un nuevo y devastador propósito: silenciar esta verdad, a toda costa.






