Mundo ficciónIniciar sesión
Capítulo 1
Arya. Nunca he confiado en las noches sin luna. Son pesadas, silenciosas, como si el cielo escondiera un secreto que nadie más debe saber. Aún así, ahí estaba yo, haciendo lo que toda Omega debe hacer: servir. No porque quisiera, ni porque sintiera que es mi obligación. Sino porque, si no lo hacía, la manada encontraría otra excusa para hundirme más de lo que ya lo hace cada día. La choza de la partera Ofelia desprendía un fuerte olor a sangre, sudor y miedo. Tres cosas que conocía demasiado bien. Euvic gritaba desde la cama, con las piernas abiertas y los dedos apretando con fuerza la manta. Yo sostenía un cuenco de agua caliente mientras la partera intentaba que el cachorro naciera fuerte, sano... vivo. —Empuja más fuerte —ordenó Ofelia, aunque su tono carecía de esperanza. Euvic me miró de reojo, con ese desprecio que siempre tenía preparado para mí. No tenía por qué odiarme, pero lo hacía porque yo era la hija de la mujer que le arrebató el privilegio de ser la única Luna del Alfa. Y aun así, ahí estaba yo, limpiando su sudor, sosteniendo su peso, tragando cada palabra venenosa que soltaba en mi contra. Cuando el cachorro salió, lo recibí en mis brazos. Estaba tibio. Suave. Pequeño. Pero no respiraba. Lo supe al instante. No hizo ningún esfuerzo por llorar. No se movió ni abrió los ojos. —¡No…! —susurré. La partera se acercó rápido, lo suficiente para que Euvic lo notara. —¿Qué haces? —rugió. Intentó sentarse para mirar de cerca, pero estaba demasiado débil—. ¡No lo aprietes, estúpida! —No lo estoy… —no pude terminar de hablar. La partera me arrancó al pequeño de las manos, pero su rostro lo confirmó todo. Euvic gritó, pero no de dolor, sino de rabia. —¡Lo sabía! —escupió con desprecio—. ¡Tú lo mataste! —No —quise defenderme, aun con mis manos cubiertas de sangre, pero mi voz apenas salió—. Él... Yo no, no lo hice. Él nació... muerto. Susurré, pero ella ya estaba señalándome, temblando, convulsionando en su propio veneno. —¡Eres una maldita! ¡Vas a pagar con tu sangre! ¡Lo hiciste por envidia! ¡Sabías que él sería el futuro Alfa! ¡Querías que muriera para arrebatarle su derecho! La partera intentó defenderme, pero la puerta se abrió de golpe. Los guardias entraron y en un parpadeo me sujetaron por los brazos. —No me toquen —gruñí, pero igual me arrastraron. Me llevaron afuera, bajo la noche oscura. La voz de Euvic resonaba detrás, acusándome una y otra vez. La manada necesitaba un culpable. Y esa culpable siempre era yo. La piedra del consejo estaba repleta de miradas que me escudriñaban de pies a cabeza. Los guardias me tiraron al suelo. Las rodillas golpearon tan fuerte que sangraron al instante. Mi padre, el temido Alfa Baryon; llegó después. Su sombra parecía más grande que él. Su silencio, más pesado que cualquier sentencia. Lo miré fijamente. No para pedirle ayuda. Ya no esperaba nada de él. Lo miré para ver si podía encontrar al hombre que una vez me sostuvo en sus brazos. Y no encontré nada. El hombre que estaba de pie frente a mí, era un completo desconocido. —La Omega ha sido acusada por su Luna —informó uno de los betas—. Dice que causó la muerte de su cachorro. Mi padre ni siquiera me miró. —¡Procedan! —exclamó, como si yo fuera una piedra más en su camino. Esa palabra me atravezó como un puñal. No por sorpresa, sino por la forma en que una herida vieja vuelve a abrirse, como si nunca se hubiera cerrado por completo. Lior, el líder de todos los Beta se adelantó. Su sonrisa torcida ya anunciaba lo que vendría. —Con gusto —murmuró. El primer golpe llegó directo a mi espalda sin previo aviso. Un latigazo que me cortó el aire. No grité, pero me mordí el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre. Sentí un segundo azote, luego otro y otro. Cada uno más fuerte que el anterior. Cada latigazo desprendía un pedazo de mi piel, arrancándome pequeños gemidos de dolor. Cerré los ojos. Aunque sabía que eso lo enfurecía más. —Mírame, maldita Omega —ordenó, golpeándome aún más fuerte. Pero no le obedecí, no le daría el placer de verme derrotada. El dolor me quemaba desde adentro, pero había algo más profundo que se movía en mi pecho. Una pequeña chispa que intentaba encenderse. Me golpeó otra vez. El fuego en mi interior respondió haciéndose más fuerte. Otros betas se unieron. Patearon mis costillas. Escupieron sobre mi espalda. Me arrastraron en el barro queriendo destrozar mi dignidad, mi orgullo. Pero no supliqué. No pedí que se detuvieran. Me quedé ahí, respirando como si cada aliento fuera una pequeña rebelión. Las lágrimas corrían en surcos por mis mejillas, pero no eran de miedo. Eran de dolor, de rabia e impotencia. Era el recordatorio de que mi lobo seguía dormido, en silencio, como si me abandonara justo cuando más lo necesitaba. La lluvia comenzó a caer de pronto. Pesada. Fría. Uno a uno, los betas se fueron marchando, como si el espectáculo hubiera perdido gracia. Cuando quedé completamente sola, levanté la mirada hacia la piedra del consejo. Ese monumento que una vez perteneció a mi madre Y que yo jamás tendría, según la manada. Me obligué a ponerme de pie. Cada parte de mi cuerpo dolía. Mi piel ardía bajo la lluvia y las piernas no me respondían. Pero aun así levanté la cabeza. Me separé del círculo, caminando como podía. A veces cojeando, otras veces tambaleándome, pero nunca bajando la cabeza. El río estaba oscuro, como una serpiente dormida entre las piedras. Justo allí se marcaba nuestro límite con el territorio enemigo. El lugar donde cualquier incauto sería cazado, pero que a mí, en cambio, me brindaba paz. Me agaché junto al agua. El reflejo me devolvió una cara golpeada, hinchada, manchada de barro y sangre. Pero seguía siendo yo. La que se negaba a romperse. La que nunca obedecería una orden sin cuestionar. Metí las manos en el agua y lavé mi rostro, pero el alivio duró poco cuando una punzada en mi vientre me dobló. No, no, no... ahora no. Mi celo se había adelantado este mes y no tenía nada preparado. Ni mis ungüentos, ni mis raíces, ni esas mezclas amargas que me ayudaban a esconder mi olor y calmar ese maldito ardor que se volvía mas sofocante con el paso de los días. Mi cuerpo comenzaba a calentarse poco a poco. Y lo sabía. Sentía el pulso acelerarse dentro de mi pecho, el olor de mi propia sangre mezclándose con la humedad de la tierra. Si algún macho de la manada me encontraba así… No querría imaginarlo. Desesperada, me revolqué en el barro, cubriéndome el cuerpo, intentando apagar ese maldito aroma. Era asqueroso, pero efectivo. O al menos eso esperaba. Caminé hacia un claro, buscando hierbas para improvisar algo. Mis manos temblaban. No sabía si por el dolor o por el calor que me empezaba a quemar desde adentro. Entonces escuché unos aullidos a lo lejos, acercándose al río. Luego uno más profundo. Más fuerte. Más… desgarrador. Mi corazón se aceleró. No era una cacería. No eran lobos patrullando. Era una guerra... o algo parecido. Me quedé inmóvil, temblando, con las hierbas en la mano. Y entonces, de entre los árboles, un cuerpo cayó a la orilla del río. Con un estruendo que rompió el silencio. Un macho enorme, cubierto de sangre, respirando con dificultad. No sabía si era de mi manada o un enemigo. Pero se estaba desangrando y mis pies, en lugar de retroceder, avanzaron. Pude seguir mi camino y fingir que nunca lo vi, pero algo dentro de mí me gritaba que no podía dejarlo morir allí. Me acerqué, inclinándome hacia él. Tenía una herida enorme en su costado, como si algo lo hubiera desgarrado. Su pecho subía y bajaba con ferocidad. —Oye… —susurré—. ¿Puedes oírme? Él no reaccionó. Puse mi mano sobre su pecho presionando un poco la herida. Y entonces… sentí que el mundo se detuvo. Un fuego intenso recorrió mi brazo, mi columna, mis cuerpo entero. Como si una chispa hubiera encendido cada nervio que tenía dormido. Él abrió los ojos. Unos ojos ámbar tan intensos que parecía contener la furia de un incendio forestal. Su mano, grande y temblorosa, se alzó y sujetó la mía. No en forma de ataque, más bien como si mi piel le quemara y al mismo tiempo lo mantuviera vivo. La electricidad volvió. Más fuerte. Más violenta. Y justo cuando pensé que iba a soltarme, me apretó, atrayéndome tan cerca de su rostro que sentí que pude oír un rugido en su interior. Y entonces, una sola palabra de sus labios bastó para que el aire abandonara por completo mis pulmones. —"Mía"






