La mansión Morgan estaba en completo silencio cuando el sonido de un vehículo irrumpió en la tranquilidad de la noche. Katerina estaba en la sala de estar, con una copa de té entre las manos, intentando calmar la inquietud que había sentido desde que Aaron salió sin decirle demasiado. Algo en su pecho le decía que algo estaba mal.
Y entonces, el estruendo de la puerta principal al abrirse de golpe la hizo levantarse de un salto.
—¡Señora! —Nathan, el jefe de seguridad de Aaron, entró primero, su rostro serio y su postura alerta.
Katerina sintió un nudo en la garganta cuando vio a Aaron detrás de él, tambaleándose, con una mano sobre su costado izquierdo. La camisa blanca que llevaba estaba manchada de rojo oscuro.
—¡Aaron! —su voz salió temblorosa, sintiendo como si el suelo se desmoronara bajo sus pies.
Aaron levantó la vista y, aunque su expresión trataba de mantenerse firme, no pudo ocultar el cansancio y el dolor.
—Estoy bien…
Pero Katerina ya estaba corriendo hacia él.
—¡Dios mío