El silencio que se formó tras la declaración de Katerina fue breve, pero denso. Anya, aún en estado de shock, tardó unos segundos en reaccionar. Pero cuando lo hizo, fue como si una ola de furia la azotara de golpe.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —gritó, su voz cargada de ira y frustración.
Sus ojos, enrojecidos y llenos de rencor, se clavaron en Katerina con una intensidad que parecía capaz de atravesarla.
Aaron no le dio oportunidad de continuar.
—Yo la escribí —intervino con firmeza, su voz cortante y definitiva.
El rostro de Anya se desfiguró en una mueca de incredulidad.
—¿Qué?
—Además, ya te vi lo suficientemente bien como para saber que no necesito pasar la noche aquí —continuó Aaron sin titubeos—. No es recomendable que lo haga, dado que estoy casado.
La mandíbula de Anya se tensó con fuerza. Sus manos se convirtieron en puños a los costados de su cuerpo, sus nudillos poniéndose blancos.
—¿Casado? —escupió la palabra como si le causara asco—. No digas estupideces, Aaron.