—¡Fernando! ¿Qué estás haciendo aquí? —Gracia lo miró con desprecio.
Él se acercó con una sonrisa tensa y le extendió el ramo de flores.
—Gracia, mi amor, ¿cómo estás?
—Te he dicho que no me llames así. Y te exijo que te vayas —replicó, conteniendo el temblor de rabia en su voz—. No entiendo qué haces aquí.
—Sí, lo sé… ya no eres mi amor. Estás casada con Maximilien, y lo comprendo. Él tiene una excelente posición social, económica… Pero, Gracia, en el fondo de tu corazón, sé que aún tienes sentimientos por mí. Dame una última oportunidad, por favor. Yo también sé que tú me sigues queriendo.
Las palabras de Fernando, cargadas de falsa dulzura, le golpearon como un puño en el estómago. Su arrogancia era insoportable. La estaba acusando, sin decirlo directamente, de haber cambiado de amor por dinero. Y eso, simplemente, la indignó.
—¡Mira, Fernando! Nuestro matrimonio se terminó por tu culpa. No intentes poner esa carga sobre mí —espetó, alzando la voz, incapaz de contenerse—. Tú fuiste