Gracia parecía haber perdido la cordura.
Acomodaba las sábanas con cuidado, alisando los pliegues con las yemas de los dedos. Luego, con un movimiento rápido, descorrió las cortinas y dejó que la luz de la mañana bañara la habitación.
—Ya es hora de despertarse, señor Fuenmayor —murmuró con una sonrisa cansada, aunque él seguía igual, inmóvil, con el rostro sereno.
Se sentó a su lado y tomó su mano, como lo hacía todos los días desde hacía más de dos meses. Su vientre redondeado se apoyó suavemente contra la cama, y ella lo acarició con dulzura.
—¿Sabes qué? Hoy se movió. Justo cuando Antonia preparó tu estofado favorito, casi me hace llorar. Parece que a nuestro hijo también le gusta.
Gracia era devota, pero se había olvidado por completo del mundo exterior, de su mundo, y se había aferrado a aquella cama de hospital, como si fuera lo único que existiera en su vida.
—Y no me mires así, Maximilien. Ya sé que debo ir al control, no me lo recuerdes otra vez. —su voz se cortó, por moment