Podía enamorarse de cualquier mujer sobre la faz de la tierra y ser correspondido, pero era un terco por naturaleza y se encaprichó con ella… la única a la que tenía prohibido amar. La hija de sus enemigos. La hermana del miserable que deshonró a la suya y la empujó al suicidio. Marianné Cavallier, obligada a casarse para salvar a su familia de la ruina económica, ve su horrible destino pasar frente a sus ojos cuando su nuevo esposo intenta abusar de ella en la noche de bodas. Dividida, entre escapar y ser señalada por la alta sociedad Siciliana o aceptar su despiadado destino a manos de un hombre que no amaba, se ve a sí misma en un peligro aún mayor tras aceptar inocentemente la ayuda del enemigo mortal de su propia familia. Remo Gambino está destinado a casarse con la prometida que ha elegido su madre para asegurar el poder y el prestigio que les garantiza la corona de Sicilia. De camino a su propia ceremonia, presencia el maltrato hacia la única mujer a la que debería importarle un comino lo que le suceda; sin embargo, preso de un impulso del corazón, decide intervenir, y a pesar de reconocer su identidad como la hija de sus enemigos, la rescata y la lleva a su mansión con la intención de quien sabe que, lo único que sabe es que no puede apartarse de ella. Esta decisión desata un escándalo entre ambas familias, obligando a Remo y a Anné a enfrentarse a los desafíos sociales y, a la creciente atracción que comienza a despertarse en ellos cada día. — ¡No permitiré que impongas la presencia de esa mujer aquí! — Marianné se queda, y a quién no le guste, que se enfrente a mí. ¿Quién será el primero?
Leer másDespués de un largo silencio, Marianné al fin preguntó:— ¿Es cierto? ¿Es… cierto lo que dijo?Odio que lo mirara como si no reconociera en él el hombre que la había convertido en su mujer.— Marianné, escúchame.— ¡Responde, Remo! ¡¿Es cierto?!Remo apretó los puños. Miró a Marcelo por encima del hombro y le pidió que los dejara solos. Cuando volvió su atención a Marianné, suavizó la mirada. Le dolía que lo viese de esa forma.— Sí, es cierto, pero… — sin que pudiera terminar de hablar, Marianné acortó la distancia que los separaba y le atravesó la mejilla con una fuerza que no supo de donde vino. Lo miró con ojos envenenados. Dios, se sentía tan decepcionada — Marianné, escúchame…Ella negó.— ¿Qué quieres que escuche? ¿Lo realmente cruel que puedes llegar a ser? ¿Que mientras dices querer protegerme… hundes más a mi familia? — preguntó con ironía.— Ellos ya no son tu familia. Yo lo soy. Eres mi mujer, y cuando te divorcies, serás una Gambino.Ella negó y se limpió rabiosa una lágr
Cuando llegaron a la mansión Gambino, Remo entrelazó su mano a la de Marianné al bajar del auto. Para ese momento, todo el mundo ya sabía que estaban juntos, que ella era suya. Sin embargo, fue a Priscila a quien no le vino en gracia esa noticia, y todo lo que había hecho durante años para mantener a esa familia lejos de la suya, se comenzaba a tambalear.No podía consentirlo. No podía porque si Remo llegaba a enterarse de las cosas que ella tuvo que hacer en el pasado para no perder a su familia, la odiaría, la odiaría profundamente, así que debía actuar ahora con más inteligencia si quería sacar a esa definitivamente de sus vidas.Mientras tanto, ajeno a todo, salvo a la mujer que llevaba tomada de la mano, Remo no era consciente de lo que se planeaba a sus espaldas.— ¿Dónde está Marcelo? — preguntó a uno de los guardias de la mansión, mientras entraba a la casa.— En el despacho, señor. Lo está esperando.Remo asintió y llevó a Marianné a la habitación, como ella le había pedido.
Por otro lado, Savino ya había hecho lo que Remo le pidió cuando volvió a su apartamento. Serafina le había llenado el móvil de mensajes que él ni siquiera sabía cómo diablos escribía tan rápido. Ah, y ni qué decir de los benditos emojis. ¿Qué diablos significaba una bandera roja? Abrió la puerta y su corazón se detuvo cuando vio todo el humo en el interior. ¿Qué carajos? — ¿Nina? — llamó, frunciendo el ceño. — ¡Aquiii! ¡Aquiiii! ¡En la cocina! Corrió a buscarla, preocupado. Y tuvo que ventear el humo para poder encontrarla. La descubrió tratando de sacar todo el humo de la cocina, pero sin un solo rasguño encima. Suspiró aliviado. — ¿Qué pasó aquí? — Pues tenía hambre y quise hacerme algo, pero comenzó a salir humo por todos lados. Savino rio al ver un huevo quemado en el sartén y un trozo de pizza que había congelado en otro. — Deja eso y sal de la cocina, vamos. Yo me encargo. Veinte minutos después, ya el humo se había ido y lo había limpiado todo. Cuando salió, Serafin
Remo se dio el alta a sí mismo la mañana del día siguiente, y es que a pesar de no estar recuperado del todo, un hombre como él no podía perder el tiempo. — ¿Por qué no esperas un poco más? Podrías tener complicaciones con esa herida — le dijo Marianné, torciendo el gesto, mientras lo veía abotonarse la camisa frente a la ventana. — Es verdad, mi niño, además, todo con nuestra gente se está moviendo tal y como lo ordenaste — añadió la nonna, que desde bien temprano lo fue a visitar, a diferencia de Marianné, que a pesar de las insistencias de Remo, no se movió de su lado en toda la noche, y tampoco quiso ocupar la suite privada que él había ordenado pusieran a su disposición para que ella pudiera descansar. El Gambino se giró con una sonrisa. — Marianné, abuela, me siento bien como para volver a casa, además, no soporto un segundo más en este lugar. La nonna suspiró. — Muy bien, pero no podrás evitar que contrate a una enfermera que te asista médicamente en casa. — Nonna, no har
Cuando Marianné entró a la habitación de Remo y lo vio allí, postrado en aquella cama y cobijado por un sueño profundo, la atravesó un espasmo. — ¿Va a estar bien? — preguntó al doctor con evidente preocupación. El hombre le mostró una sonrisa amable. — Sí, no se preocupe, es un hombre de roble. Marianné asintió y musitó un débil gracias, entonces esperó a que el doctor saliera de la habitación para arrastrar una silla y sentarse a la orilla de la cama. Tomó su mano y la entrelazó a la suya, sintiendo como el frío de su propio cuerpo y la calidez que todavía emanaba de él, colisionaban. No pudo evitar que las lágrimas empezaran a ahogarla, al mismo tiempo que escuchaba la puerta abrirse. Se giró confundida. Era Ginevra. También lloraba. — Todo esto es tu culpa, si lo sabes… ¿verdad? — preguntó con arrogancia contenida. Marianné abrió la boca, pero Ginevra continuó despotricando — Tú eres la única causante que de Remo haya cometido la locura de amenazar a las nonnas de la cúpula
Remo cayó hacia atrás. Marianné ahogó un jadeo. Y se escuchó otro disparo. Savino había arremetido contra un Valentino que fue sacado de allí por sus esbirros con una herida a un costado. — ¡Remo está herido! — avisó Savino por un auricular, poniendo a toda la gente conectaba a través de este, en alerta. Marianné se arrodilló al verlo tendido, aterrada. — ¡Remo… Remo! — llamó, asustada. Él intentó no toser. — Estaré bien, tranquila. — ¡Tenemos que sacarte de aquí! — dijo Savino, acercándose. — No puede quedar sola, Marianné… no puede… quedar… sola — dijo con voz tambaleante. Su cuerpo ya comenzaba a experimentar el ardor de la bala dentro de su sistema con más fuerza. — No la dejaré — le prometió Savino. Remo asintió, pues era consciente de que en cualquier momento perdería el conocimiento, y no quería que Marianné quedase sin protección. La miró a los ojos. Ella derramaba lágrimas silenciosas que se limpiaba cada tanto. — Haz lo que Savino te diga. No te separes de él. —
Remo dejó ir a Marianné con demasiado esfuerzo, y durante todo el tiempo que estuvo en aquella habitación, trato de contenerse a sí mismo para no perder la cabeza. — ¿Por qué diablos tardan tanto allí dentro? — preguntó el siciliano en un gruñido bajo a su amigo Marcelo. — Ya sabes cómo funciona esto, debes ser paciente. — Y paciencia es lo que ahora mismo no tengo — cuando quiso incorporarse, la puerta de aquella habitación se abrió. Las tres mujeres salieron una tras otra, con la mirada gacha y las manos cruzadas al frente. Remo alzó en rostro buscando cualquier rastro de Marianné, y cuando la vio, acomodándose con demasiado esfuerzo las tiras de su vestido y limpiándose las lágrimas que manchaban sus mejillas, no lo resistió. Se incorporó de un salto. — ¡Remo! ¡Remo! — llamó Marcelo, pero este ni siquiera volteó a mirarlo. Remo entró a la habitación al mismo tiempo que Marianné alzaba el rostro. — Remo… — musitó ella, mostrándole una sonrisa que buscaba borrar el dolor en su
— ¿Está todo listo? ¿Qué dijo la cúpula? — preguntó Remo a Marcelo cuando este volvió. — Sí. Preguntaron los motivos de dicha reunión, pero no los puse en sobre aviso como me dijiste. Remo asintió. — Bien, iré por Marianné. Nos vemos a la hora acordada entonces. — Remo… — llamó Marcelo antes de que su amigo saliera del despacho — ¿Estás seguro de lo que estás haciendo? — Completamente. Marcelo suspiró, entonces asintió. — Conoces las consecuencias de todo esto, pero si esa chica es realmente importante para ti… — Lo es… — admitió con una sonrisa antes de salir. Marcelo se quedó ahí, demasiado pensativo, demasiado… afligido. Cuando Remo subió a su habitación, Marianné estaba sentada en el bordillo de la cama. Se incorporó en cuanto lo vio. Traía unas bolsas consigo. — Llegaste — musitó con una sonrisa. Remo se acercó y le besó los labios. — Sí, traje esto para ti. — ¿Qué es? — quiso saber, mirando dentro de las bolsas. — Es ropa, no puedes ir con la mía a la reunión. Mar
Savino Cancio era un hombre que no perdía el temple con demasiada facilidad, pero, en cuanto vio a Serafina Gambino coquetear con el mismo agente que había arrestado por exceso de velocidad y un alto grado de alcohol en su sistema, fue como si le hubiesen dado un puñetazo en las pelotas. Estaba ataviada dentro de una minifalda y una blusita de escote que, si mal no recordaba, la muy cínica le confesó que la había comprado pensando en el día que dejara de ser un cobarde y al fin la llevara a su cama. — Quizás yo pueda hacer que no pases la noche aquí, sino en mi casa, eh, guapa, ¿Qué dices? Savino tensó la mandíbula desde la puerta de las celdas, y todo lo que sabía del autocontrol hasta ese momento, se fue a la mi3rda. — Y quizás yo te clave una puta bala entre ceja y ceja si sigues coqueteando con una cría de diecisiete años — interrumpió, tomando al hombre por verdadera sorpresa. — ¿Quién carajos eres tú? ¡No puedes estar aquí! ¿Quién te dejó entrar? — Enzo Rossi, tu jefe. El