—Serviré la cena a las siete —anunció Ana antes de dejar la habitación donde habían quedado las dos maletas que cargaba Mariel, y donde estaban ella y Lucrecia—, para cualquier cosa que necesite, estaré en la cocina.
—Gracias —dijo Mariel sintiendo como su sonrisa se hacía pesada.
Miró a todas partes mientras sus ojos se humedecían y un hueco se abría en su estómago.
El lugar era precioso, era exactamente lo que había soñado siempre tener, pero no había esperado que llegara a ella de esa manera. Se había imaginado trabajando una decena de años antes de ganarse la lotería y poderse dar la vida de lujos que siempre había deseado.
—¿Te sientes mal? —cuestionó Lucrecia, siendo testigo de cómo la piel de la chica se hacía más pálida aún.
—Cr