El cielo rugía como un animal herido.
James, en su forma dracónica, embistió a Gwyddyon con un rugido que desgarró las nubes. Las llamas que brotaban de su garganta no eran solo fuego: eran venganza, dolor y amor comprimidos durante siglos.
—¡¿Dónde están los padres de Electra?! —rugió, sus alas desplegadas como dos muros ardientes—. ¡Respóndeme, bruja!
Gwyddyon sonrió, impasible, sus ojos negros como pozos sin fondo. Vestía de sombras, y su cuerpo ya no era del todo humano. Su piel estaba marcada por runas sangrientas, y detrás de ella se alzaban tentáculos de energía oscura, como si la misma oscuridad la coronara.
—¿Aún no entiendes? Tus padres… viven solo en su miedo. Yo soy su carcelera, su diosa… ¡y su verduga! Aunque, querrás decir tu oad
Electra, envuelta en fuego dorado, se colocó al lado de James. El cabello le danzaba como llamas, y sus ojos brillaban como soles diminutos.
—No eres una diosa. Eres una enfermedad. Y voy a ser tu cura. ¡Si los tocaste te mataré, Gwyddyon!
—Oh,