El portazo resonó en la casa, dejando tras de sí un silencio vibrante, casi doloroso. La llave de Eleonora yacía sobre la encimera de granito, un objeto pequeño y metálico cargado de una violencia inmensa.
Isabel se quedó inmóvil, todavía procesando la rapidez y la brutalidad del ataque. Jared, de espaldas a ella, tenía los hombros tensos, la mandíbula apretada. Finalmente, se pasó una mano por el pelo, un gesto de pura frustración, y se giró para mirarla. Su rostro era una máscara de furia contenida y una mortificación absoluta.
—Isabel... —empezó, su voz era ronca—. No tengo palabras. Lo siento tanto. No debiste haber pasado por esto. En mi propia casa. Lo siento.
Al verlo tan afectado, la propia herida de Isabel pasó a un segundo plano. Vio el dolor en sus ojos, la vergüenza por el comportamiento de su madre, y su primer instinto fue cuidarlo a él.
Negó con la cabeza, dando un paso tentativo hacia él.
—No, no te disculpes. No es tu culpa —dijo con una suavidad que no sabía que poseí