Isabel conducía en piloto automático, con la mente en blanco. Las calles de la ciudad se sucedían unas a otras sin que ella las registrara. El motor del coche era un zumbido monótono que la aislaba del mundo. No huía hacia ningún sitio en particular; simplemente huía.
Pero las manos sobre el volante, como si tuvieran una memoria propia, comenzaron a tomar giros familiares. Dejó atrás el acero y el cristal del distrito financiero y se adentró en calles más antiguas, más tranquilas, flanqueadas por grandes árboles y casas señoriales con jardines cuidados.
De repente, su corazón dio un vuelco de reconocimiento. Sabía perfectamente dónde estaba.
Era su antiguo barrio. El barrio donde había vivido con Alexis durante tres años.
No supo por qué había ido allí. Fue un acto inconsciente, un instinto que la llevó de vuelta a un lugar que había representado, durante mucho tiempo, la paz.
No condujo hasta la casa que habían compartido. Eso habría sido demasiado doloroso. En su lugar, se detuvo ju