Askeladd y Azucena salieron del Templo de la Luna en silencio. El rastro de las palabras de Elenya todavía flotaba en sus mentes, como si la sacerdotisa aún estuviera allí, hablándoles al oído. Ella había prometido buscar respuestas en los libros antiguos, en los grimorios que descansaban bajo capas de polvo, confiando en que la magia blanca escondiera una salida.
Pero todos ellos sabían que los pactos con las fuerzas prohibidas no eran una opción, no podían ser tomados a la ligera. No porque fueran imposibles, sino porque exigían un precio alto: La vida de quien realizaba el pacto, o la vida de alguien más. Es decir, un sacrificio.
Sin embargo, el sacrificio no podía ser cualquiera; debía ser alguien amado, alguien que representara un desgarro real para quien invocara el pacto. Un vínculo de sangre o de alma, algo que partiera al corazón en dos. Por eso, esas prácticas eran más una condena que una salvación.
Askeladd conocía esa verdad. Nunca había sido un hombre débil ni un rey fáci