Mundo ficciónIniciar sesiónNo habían pasado ni cinco minutos cuando la puerta se abrió sin avisos ni golpes corteses.
Camila se incorporó bruscamente, tratando de cubrirse con las sábanas mientras su corazón se desbocaba de pánico. Alejandro maldijo entre dientes, colocándose protectoramente frente a ella.
Gonzalo Álvarez entró primero, seguido inmediatamente por Don Ricardo Montes, el padre de Alejandro. Detrás de ellos venían el doctor familiar de los Montes y un notario público, ambos con expresiones profesionales que no ocultaban completamente su incomodidad.
—¿Qué demonios significa esto?—, rugió Alejandro, pero su padre levantó una mano para silenciarlo.
—Artículo quince del contrato matrimonial—, anunció Gonzalo, desenrollando un pergamino mientras sus ojos recorrían descaradamente la escena—. La consumación debe ser verificada por testigos calificados inmediatamente después de completarse.
Camila se hundió más profundo en las sábanas, sintiendo como si estuviera en una pesadilla. Su cuerpo aún temblaba por los ecos del placer, pero ahora solo sentía vergüenza y humillación.
En el pasillo, oculta detrás de un pilar de mármol, Catalina presionaba su oído contra la pared fría. Había llegado justo a tiempo para escuchar los gemidos finales, los gritos de placer que debería haber sido ella quien provocara. Sus manos temblaban mientras contenía lágrimas de rabia y dolor.
"Debería haber sido yo", pensó, mordiendo su labio hasta sangrar. "Debería haber sido mi nombre el que gritara."
El doctor se acercó a la cama con maleta en mano, sus ojos bondadosos pero profesionales fijos en Camila con algo parecido a la compasión.
—Señora Montes, necesito examinarla para confirmar que el matrimonio fue consumado.
La verificación fue breve pero humillante. Camila cerró los ojos y mordió las sábanas, tratando de desaparecer mentalmente mientras el doctor realizaba su inspección clínica. Alejandro había girado hacia la ventana, los puños cerrados tan fuerte que sus nudillos estaban blancos.
—Confirmado—, anunció finalmente el doctor—. La señora Montes era virgen y el matrimonio ha sido completamente consumado.
El notario garabateó notas en su libreta con eficiencia mecánica.
Gonzalo sonrió con satisfacción mientras guardaba los documentos firmados.
—Perfecto. El contrato está sellado y verificado.
En el pasillo, Catalina se desplomó contra la pared, sintiendo como si algo vital hubiera muerto dentro de ella. Los había escuchado, los había sentido, y ahora tenía la confirmación de que había perdido a Alejandro para siempre.
Tres días después, Camila se encontraba sentada en el estudio de Alejandro, observando cómo él extendía documentos sobre el escritorio de caoba con la precisión de un cirujano.
—Necesitamos establecer reglas—, dijo sin preámbulos, sin mirarla—. Este matrimonio será funcional, no romántico.
Sus palabras fueron como dagas, pero Camila ya había aprendido a ocultar su dolor.
Alejandro deslizó una hoja de papel hacia ella. Sus ojos recorrieron las líneas mecanografiadas con una frialdad que la hizo sentir como un objeto en inventario.
—Tendremos relaciones íntimas los martes y viernes de cada semana—, leyó en voz alta, su voz neutra como si estuviera recitando una lista de compras—. Esto asegurará las mejores probabilidades de concepción según los cálculos médicos.
Camila sintió como si la hubieran abofeteado. "¿Martes y viernes?" pensó. "Como si fuera una cita médica."
—Durante esos encuentros—, continuó él—, mantendremos el contacto físico al mínimo necesario. No habrá besos innecesarios ni... demostraciones de afecto falsas.
Cada palabra era un clavo en el ataúd de cualquier esperanza romántica que pudiera haber albergado.
—En público, actuaremos como una pareja unida. En privado, mantendremos vidas separadas. Tienes libre acceso a la biblioteca, los jardines y el ala este de la casa. Mi oficina y mis habitaciones privadas están prohibidas.
Camila levantó la vista del documento, sus ojos verdes brillando con una mezcla de dolor y desafío que él fingió no notar.
—¿Y si no estoy de acuerdo con estos... términos?
Alejandro se detuvo por primera vez, sus ojos encontrándose con los de ella. Por un momento, algo parpadeó en su mirada, algo que se parecía peligrosamente al remordimiento.
—Entonces ambos perdemos—, respondió finalmente—. Yo pierdo mi herencia, tú regresas a una familia que te cambió por una mejor oferta.
La verdad de sus palabras la golpeó como una bofetada. No tenía opciones, no tenía poder, no tenía nada excepto su firma en un papel que la convertía en un objeto con propósito reproductivo.
Tomó la pluma con manos temblorosas y firmó su nombre en la línea designada.
—Perfecto—, murmuró él, guardando el documento—. Ah, una cosa más.
Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Un hombre alto y de complexión atlética entró al estudio. Sus ojos eran de un azul claro y amable, contrastando con su físico imponente. Su sonrisa era genuina, la primera sonrisa real que Camila había visto en días.
—Camila, él es Marcus Rivera, tu guardaespaldas personal—anunció Alejandro—. Te acompañará a donde quiera que vayas.
Marcus se acercó con paso ligero y extendió su mano hacia ella.
—Es un placer conocerla, señora Montes—, dijo con voz cálida—. Estoy aquí para asegurarme de que se sienta segura y cómoda.
Por primera vez desde la boda, Camila sintió que alguien la trataba como a un ser humano y no como a una transacción comercial. Le estrechó la mano, sorprendida por lo firme pero gentil que era su apretón.
—¿Un guardaespaldas?—, preguntó, mirando a Alejandro con confusión.
—Eres una Montes ahora—, respondió él secamente—. Eso te convierte en un objetivo potencial. Marcus se asegurará de que nada te pase.
Pero había algo más en sus ojos, algo que no dijo en voz alta: "También se asegurará de que no huyas."
Marcus pareció captar la tensión en la habitación y sonrió de manera tranquilizadora hacia Camila.
—No se preocupe, señora. No seré intrusivo. Piense en mí más como... un amigo que casualemente sabe defenderla.
Por primera vez en días, Camila sintió el impulso de sonreír de verdad.
Esa noche, después de que Alejandro se retirara a sus habitaciones privadas, Camila se encontraba en el jardín, observando las estrellas desde un banco de mármol. Marcus mantenía una distancia respetuosa, pero lo suficientemente cerca para intervenir si era necesario.
—¿Señora?—, preguntó suavemente—. ¿Está bien?
Camila se giró hacia él, sorprendida por la genuina preocupación en su voz.
—¿Puedo preguntarte algo, Marcus?
—Por supuesto.
—¿Este trabajo... incluye fingir que soy feliz?
Marcus se acercó un paso, su expresión volviéndose más seria.
—Mi trabajo es protegerla, señora. Y a veces, eso incluye protegerla de la soledad.
Sus palabras, simples pero cargadas de compasión, fueron lo que finalmente rompió las barreras que Camila había construido. Las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas pero liberadoras.
Marcus no intentó consolarla con palabras vacías. Simplemente permaneció allí, una presencia sólida y confiable en un mundo que se había vuelto completamente incierto.
Por primera vez desde su boda, Camila sintió que no estaba completamente sola.
Desde la ventana de su estudio, Alejandro observaba la escena en el jardín. Algo se retorció en su pecho al ver las lágrimas de Camila, algo que se negaba a reconocer como culpa o arrepentimiento.
Se acercó al oído imaginario de su esposa y, aunque ella no pudiera escucharlo desde esa distancia, murmuró las palabras que habían estado quemando en su garganta desde la noche de bodas:
—Ya cumplimos el contrato... pero nunca tendrás mi corazón.
Las palabras se perdieron en el aire nocturno, pero el peso de ellas se quedó con él, recordándole que algunos contratos tienen un precio más alto del que se puede calcular.







