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La rutina se estableció con la inexorabilidad de la marea: cada mañana a las siete, el fisioterapeuta llegaba con su optimismo profesional y sus ejercicios diseñados para recordarle a Alejandro exactamente cuánto daño había sufrido su cuerpo. Camila aprendió a reconocer los diferentes tipos de dolor en su rostro—el físico que hacía que su mandíbula se apretara, y el más profundo, el que venía de tener que depender de otros para funciones básicas que antes había dado por sentadas.

—Apoye su peso en mi hombro—, instruyó el fisioterapeuta, un hombre llamado Roberto cuya paciencia parecía inagotable—. No, señor Montes, en mi hombro, no en el bastón. El bastón es para equilibrio, no para cargar todo su peso.

Alejandro gruñó algo que podría haber sido acuerdo o maldición, pero obedeció.

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