#4

༻ LONDRES- INGLATERRA. ༺

༻ 7 AÑOS ANTES. ༺

La noche se ha cerrado sobre Londres con una lluvia torrencial que golpea los ventanales del departamento. En el interior, Franco permanece sentado en el sofá, con los codos apoyados sobre las rodillas y las manos entrelazadas frente a su rostro. La mesa de centro está cubierta por los documentos que Siena le entregó: el examen clínico, las copias del convenio con su firma. Papeles que ahora pesan más que cualquier contrato de negocios que haya firmado en su vida.

Sus ojos permanecen fijos en ellos, aunque en realidad, su mirada está perdida, tal vez esa es la razón por la cual siente que cada palabra impresa se desdibujara frente a la intensidad de lo que siente. La idea de ser padre da vueltas en su mente de mil maneras diferentes, cada una más abrumadora que la anterior. Y es que hay una parte de su vida que es más complicada de lo que realmente quiere o pretende admitir en voz alta. Esa misma parte de él que guarda secretos es la que se siente paralizada ante ese panorama desconocido, mientras otra lo golpea con una mezcla de culpa y arrepentimiento.

Podría haberla detenido.

Podría haber dicho algo, contarle toda la verdad.

Podría haber hecho todo distinto.

Y ese último pensamiento es el que hace que todo sea más doloroso. El silencio se interrumpe cuando, tras el centellear de un relámpago, un fuerte estruendo llena el espacio.

Franco se inclina hacia atrás al tiempo que toma el vaso de whisky que había dejado en la mesa y da un trago largo, como si el fuego del licor pudiera acallar la tormenta interna que lo consume.

—Fui un idiota —murmura, su voz ronca y cargada de frustración—. Debí contarte todo, confesarte lo que en realidad siento por ti…

Su cuerpo se llama le un poco al colocarse de pie, el vaso aún en la mano. Observa el convenio firmado y maldice por lo bajo. Ese pedazo de papel es el sello que marca la distancia con la que ahora tendrá que verla, es el eco silencioso de su renuncia, su cobardía. Apretando la mandíbula, y con un impulso repentino, deja caer el vaso de Whisky antes de tomar el convenio y romperlo en tantos pedazos como puede. Las hojas caen al suelo como una lluvia de culpa tardía.

—Siena…Siena, déjame explicarte —pide al aire

Sin dejar qué sus ideas se aclaren del todo y sin ninguna intención de seguir perdiendo más tiempo, camina hasta la entrada, toma las llaves del auto y sale del departamento. Al llegar al final del pasillo marca el botón del ascensor, pero en su desespero puedes sentir como si éste subiera con desesperante lentitud, misma que se torna aún más exasperante mientras desciende en dirección al sótano. Cuando escuchan la campana que anuncia que finalmente ha llegado al área del estacionamiento, el aire húmedo y frío lo golpea con fuerza.

Con paso presuroso y torpe se encamina hacia su auto. Al encontrarse frente al deportivo negro abre la puerta del coche y se deja caer al asiento del conductor. Mientras coloca la llave en el contacto, usa su mano libre para poder marcar el número de Siena.

Un tono.

Dos.

 Y luego, la voz automática de la operadora.

“El número que ha marcado no se encuentra disponible…”

Franco aprieta el volante con fuerza. Intenta conectar la llamada un par de veces más.

—¡Mierda! —gruñe, lanzando el teléfono al asiento del copiloto.

Encendiendo el motor, con el auto en marcha. Las luces del tablero se encienden con un parpadeo, y el rugido del motor llena el estacionamiento cuando pisa el acelerador y se lanza a la calle dejando atrás de él un firme chirrido y la marca del derrape de los autos sobre el piso. La lluvia cae con más intensidad, repiqueteando contra el parabrisas mientras los limpiaparabrisas luchan por mantener algo de visibilidad. A cada giro que toma, su mente se llena de palabras que quiere decirle a la pelinegra, de disculpas que ya no sabe si ella está dispuesta a escuchar.

 “Lo siento.”

 “No debí dejarte ir.”

“Voy a arreglarlo, Siena.”

 “Seré un buen padre.”

“Cásate conmigo.”

Pero cada pensamiento se estrella contra el mismo miedo: llegar demasiado tarde.

Al tomar una curva, un relámpago ilumina el asfalto mojado. Luego, todo es cuestión de un instante de descuido. El auto pierde adherencia en la parte más cerrada de la curva. Las ruedas patinan, y todo ocurre demasiado rápido: el chirrido de los frenos, el golpe del volante girando en falso, el rugido del metal al deslizarse.

El mundo se convierte en un torbellino de luces y ruido. Un fuerte estruendo se deja escuchar cuando el deportivo impacta contra la baranda de seguridad.

Y luego, silencio.

La lluvia sigue cayendo, cubriendo los restos del accidente, mientras los carros cercanos se detienen y sus conductores bajan para ayudar mientras una voz pide que llamen a emergencias.

༻ O ༺

Lo primero que percibe es el olor. Ese inconfundible aroma a desinfectante, gasas limpias y medicamentos que solo puede pertenecer a un hospital. El aire es frío, casi estéril, y cada respiración se siente densa, cargada de un eco metálico que parece expandirse en sus pulmones.

Luego vienen las voces. Lejanas, distantes, como si alguien hablara desde el fondo de un túnel. No logra entender qué dicen, solo fragmentos sueltos, murmullos que se confunden con el zumbido constante de las máquinas.

Un dolor punzante se enciende en su cabeza cuando intenta aclarar esos murmullos y darles forma. Agudo, lacerante, como si le atravesaran el cráneo con una aguja incandescente. El pitido rítmico del monitor cardíaco lo acompaña, cada tono amplifica el dolor, lo hace más real.

Intenta moverse. Lo primero que logra es un leve espasmo en los dedos. Es poco, pero es algo. Quiere levantar el brazo, incorporarse, abrir los ojos por completo, pero su cuerpo se siente pesado, rígido, adolorido, como si no le perteneciera.

 “Oh por Dios… ¡es hermoso! —una risa alegre acompaña sus palabras y luego puede sentir un beso, inesperado, lleno de pasión y de genuina emoción—. Es el mejor regalo de cumpleaños.”

¿Quién?

Su corazón comienza a latir con felicidad ante la presencia de ese leve ¿recuerdo? ¿realidad de la que no puede participar? No lo sabe, pero sabe que sus ansias se disparan.

Trata de hablar, de emitir, aunque sea un sonido, pero su lengua se siente pastosa, la boca seca, y ningún ruido consigue salir. Solo un gemido ahogado que se pierde entre las sombras.

El dolor se intensifica, martilleando detrás de sus sienes, y en un intento de escapar de él, deja de luchar por alcanzar o comprender. La conciencia se disuelve lentamente y, una vez más, la oscuridad vuelve a envolverlo por completo.

༻ O ༺

—¿Hay alguna esperanza de que despierte? —controlando sus sollozos, deja una caricia sobre el rostro inconsciente de Franco.

—Como le dije antes, ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos —repite mientras conserva las manos dentro de los bolsillos de su bata—, despertar, es su decisión.

“—¿Flores? —dejando su bolso sobre la cama, camina hasta la mesa donde se encuentra el hermoso ramo. Acercando su rostro se deja envolver el suave olor que estas desprenden—. ¿Cuál es el motivo?

—¿Necesito uno para darte un detalle? —bebiendo su trago, mantiene la mirada en cada movimiento que la pelinegra hace. Lamentando estar a su espalda y no poder ver su reacción ante el regalo.

—No, supongo que no.”

¿Quién eres? ¿por qué no puedo verte?

Nuevamente busca de extender su brazo, quiere alcanzarla, pedirle que lo mire. ¿Por qué no puede hacerlo? ¿Por qué su rostro parece ser inalcanzable para él? ¿Por qué tiene que verla desde la distancia?

 ༻ O ༺

El pitido del monitor se vuelve más agudo, más insistente, nuevamente perforándole los oídos. Por un momento, siente que su cabeza va a estallar. Su respiración se acelera y el dolor vuelve a apoderarse de todo su cuerpo. Los dedos de su mano se mueven otra vez, pero esta vez no es un simple temblor; es un movimiento real, consciente.

Mientras el olor a desinfectante y alcohol invade sus sentidos saturándolos, su mente comienza a despertar poco a poco. Un gemido escapa de su garganta, ronco, débil, pero lo bastante alto como para atraer atención. Intenta abrir los ojos y la luz blanca lo golpea con fuerza, obligándolo a cerrarlos enseguida.

Las voces regresan, más claras esta vez. Una masculina, cargada de urgencia, se eleva cerca de él:

—¡Llamen a una enfermera! ¡Rápido!

Otra voz, más suave, lo llama con dulzura. Siente un roce cálido en su mejilla, un beso tembloroso.

—Tranquilo, cariño… mírame, por favor… mírame. Mamá está aquí.

Hace un esfuerzo por abrir los ojos de nuevo. La luz lo enceguece unos segundos, hasta que las siluetas comienzan a definirse. Frente a él, una mujer mayor lo observa con el rostro empapado en lágrimas; su mano tiembla al acariciarle la mejilla. Detrás, un hombre joven llora abiertamente, mientras otro, de cabello canoso y expresión severa, lo observa con los labios apretados, conteniendo algo que podría ser alivio… o miedo.

Franco parpadea, confuso, con la mente envuelta en una niebla espesa. La voz que logra salir de su boca suena débil, apenas un susurro:

—¿Quiénes son ustedes…?

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