La tormenta no era natural. Podía sentirlo en cada fibra de mi ser, en el modo en que el cielo vibraba con ira y el suelo temblaba como si algo antiguo despertara desde sus entrañas. El aire tenía sabor a magia corrompida, a muerte y traición. No era una tormenta cualquiera. Era una advertencia.
La primera alarma retumbó en la distancia, una campana de bronce hechizado que solo se usaba cuando las defensas de la manada eran comprometidas. Salí corriendo de inmediato desde el edificio del Consejo Interior, sin molestarme en tomar capa ni armas. Mis colmillos se alargaron en automático. Mi lobo rugía en mi interior, impaciente, preparado.
La lluvia golpeaba como cuchillas heladas mientras cruzaba el claro hacia el límite sur del territorio. Los centinelas ya estaban movilizados, pero algo andaba mal. La barrera de protección que rodeaba nuestra tierra tenía grietas, y no por desgaste… sino por algo mucho peor.
—¡Las runas están colapsando! —gritó Darion, mi teniente, corriendo hacia mí