El departamento olía a tierra húmeda y a la sopa que Anna había preparado la noche anterior. El departamento era su nido de amor, todo estaba rodeado de sus recuerdos, fotos de la luna de miel, y fotos que Lissandro había rescatado de la nube de su celular. Él seguía en la sala, con las manos doloridas y la mirada perdida en el último lugar que había visto a Leandro. Anna se quedó junto a él, con el botiquín abierto sobre la mesa baja, y la luz tibia de la lámpara les hacía una isla en la penumbra.
—No puedo creer que acabamos de sepultar a Leandro —dijo él, sin apartar la vista del vendaje.
—Yo tampoco —respondió ella, con la voz rota—. Jamás pensé que se iría de esa manera.
Anna pasó desinfectante por sus manos con cuidado, cada movimiento medido como un ritual. Lissandro no se inmutó; su cara era una máscara de dolor que no dejaba filtrar la queja. No sentía el dolor físico tanto como la punzada interna de la pérdida de su hermano.
—¿Qué harás? —preguntó ella en voz baja, sin quere