La noche cayó sobre la ciudad como una advertencia.
Desde la ventana del apartamento asignado por Blackwood Corporation, observaba las luces encenderse una a una, como si cada edificio guardara secretos que nadie se atrevía a nombrar. El evento había terminado hacía horas, pero mi cuerpo seguía tenso, atrapado en el eco de aquel auditorio, en la mirada de ese hombre que había pronunciado mi nombre como si fuera un arma.
Él no había olvidado.
Y yo tampoco.
El teléfono vibró sobre la mesa.
—No abras a nadie —ordenó la voz de Adrian sin saludo previo—. Voy en camino.
—No te pedí que vinieras —respondí, cruzando los brazos.
—No te pedí permiso.
Colgó.
Suspiré con fuerza. Parte de mí quería enfrentarlo, exigir explicaciones, reclamarle ese “te protejo castigándote” que ya comenzaba a asfixiarme. Pero otra parte —la más honesta— sabía que algo se había puesto en movimiento esa noche. Algo que no podía detenerse con silencios.
Adrian llegó veinte minutos después.
No tocó la puerta. La abrió