Mariana subió lentamente las escaleras con el corazón latiendo con fuerza. Cada paso la acercaba a una verdad que había postergado durante días, y aunque sabía que Nicolás merecía escucharla, el miedo a su reacción la carcomía por dentro. Apretó con fuerza la manija de la puerta y entró en la habitación de su hijo.
—Mi pedacito de cielo... ¿dónde estás? —preguntó Mariana, con su voz temblorosa y con un dejo de nerviosismo mientras escaneaba con la mirada cada rincón del cuarto.
—Aquí, mami —respondió Nicolás, saliendo del baño con una sonrisa inocente que, por unos segundos, calmó el torbellino de emociones que agitaba el alma de Mariana.
—Nicolás, ven, siéntate a mi lado —dijo ella, sentándose en el borde de la cama mientras palmeaba el colchón suavemente, indicándole con dulzura que se acercara.
Nicolás obedeció con rapidez. Se acomodó junto a ella, con sus ojitos brillantes de emoción, y su pequeño cuerpo vibrando con la curiosidad de un niño que, aunque aún no comprendía del todo