Adrián salió de su habitación cansado, sintiendo el cuerpo entumecido y agotado. El chichón en su cabeza apenas había terminado de disminuir; la terrible jaqueca lo atormentaba cuando cerraba los ojos, trayendo consigo imágenes distorsionadas de los cadáveres en el suelo y la sangre sobre el escenario.
Por suerte, las violinistas que estaban sobre la tarima habían descendido justo a tiempo; los muertos podrían haber sido más. Todo eso era por él, por intentar matarlo a él. Una sensación en el estómago lo apretaba, le apretaba el corazón, haciéndolo sentir extrañamente culpable.
Mientras bajaba por las escaleras de la casa, se preguntó una y otra vez si lo mejor que podía hacer no era agarrar sus cosas e irse. Pero ya no podía. Alejarse en ese momento no traería más que problemas.
No sabía dónde estaba el verdadero Alfonso; tal vez el hombre se había desentendido por completo de su vida y había decidido irse para siempre. Si él se iba, lo seguirían pensando que era el Alfonso real.