Astrea podía sentir el caos que había muy cerca de ella, no obstante, cada vez que intentaba abrir los ojos, la oscuridad la consumía. Hasta que las voces a su alrededor se fueron apagando poco a poco, fue envuelta en una neblina y al final se rindió.
A los pocos segundos se encontró de nuevo en el claro, el cual había visitado una la vez anterior. Frunció el ceño, porque en ese momento no fue la diosa Luna quien hizo acto de presencia, sino una persona que había visto solamente una vez en su vida y fue a través de los recuerdos de la mujer que la cuidó y protegió durante veinticinco años como si fuera carne de su carne.
—Astrea —le llamó con voz suave y melodiosa.
La mujer tenía los cabellos tan rubios como ella y sus ojos azules, como el más hermoso cielo a finales de verano. Su nariz perfilada y pequeña, la boquita en forma de corazón, y la piel blanca como la porcelana. Era completamente etérea, inalcanzable.
Extendió la mano hacia ella.
—Por fin puedo verte, cariño —inquirió,