C1 –VIVIENDO UNA MENTIRA.
Anya no debía estar en el hospital ese día. Era su día de descanso, pero aceptó cubrir el turno de una compañera enferma con dos hijos pequeños. Se puso el uniforme, recogió su cabello y cruzó las puertas como tantas veces antes, sin imaginar que ese turno iba a destrozarla.
En general, sabía manejar la presión.
Era médica en el hospital más prestigioso de Chicago, estaba acostumbrada al caos, a la prisa y a tomar decisiones sin titubeos. Creía que podía mantener el corazón bajo control, sin embargo, todo cambió en cuestión de minutos.
En ese momento estaba inclinada sobre Mateo, un niño con dolor de estómago. Le presionaba el abdomen con cuidado mientras lo guiaba para que respirara con ella.
—Respira profundo —susurró.
El niño apenas alcanzó a asentir cuando, de pronto, las puertas se abrieron de golpe. Dos paramédicos entraron empujando una camilla y sobre ella, una mujer embarazada gritaba de dolor.
—¡Anya, prepárala! ¡Ya viene el bebé! —ordenó el doctor de guardia.
De inmediato, ella reaccionó en automático. Ajustó monitores, acomodó a la paciente y le secó la frente húmeda, mientras la calmaba. Pero la mujer solo pronunciaba un nombre con desesperación.
—Levi… ¿Dónde está mi esposo? ¿Dónde está Levi?
El corazón de Anya se detuvo, porque ese nombre la atravesó como un cuchillo, no obstante, le calmó.
—Ya viene… tranquila.
Mientras tanto, el doctor revisó sus signos vitales y habló con tono urgente.
—Está completamente dilatada. El bebé ya viene.
Anya le apretó la mano para darle apoyo.
—¡Puja, ahora!
El grito de la mujer llenó la sala de partos y Anya intentó mantenerse firme, pero el eco del nombre seguía retumbando en su cabeza.
Levi.
Y como si el destino quisiera aplastarla, un enfermero anunció.
—¡Llegó el padre!
La puerta se abrió y entonces lo vio.
Era Levi… Su esposo.
El aire se le cortó de golpe y los oídos comenzaron a zumbar. Lo observó avanzar con paso decidido hacia la camilla. Él no la vio, ni siquiera sospechaba que estaba allí, porque se suponía que estaba en casa. Y con total naturalidad, tomó la mano de la paciente y se inclinó hacia ella.
—Estoy aquí, mi amor. No te dejaré. —musitó besándole la frente con ternura.
Anya no podía procesarlo. ¿Esposo? ¿Cómo era posible?
—Levi… tengo miedo —murmuró la mujer.
Y el, la acarició con suavidad.
—Todo estará bien, no voy a dejarte.
Mientras tanto, Anya permanecía a menos de un metro, invisible, sosteniendo la otra mano de la mujer. La garganta le ardía por gritar, por decirle que estaba allí y exigirle una explicación.
Porque Levi también era su esposo y el padre de su hijo.
De pronto, el doctor volvió a interrumpir con otra orden.
—¡Necesito que pujes más fuerte!
La mujer gritó otra vez y Levi la animó sin soltarla.
—Vamos, cariño, hazlo por nuestro bebé.
El golpe emocional fue devastador. La razón es que cuando nació su hijo, Levi se había negado a entrar al quirófano, afirmando que se desmayaría y que confiaba en ella podría sola.
Anya lo había aceptado, convencida de que lo importante era traer al niño sano. Pero ahora lo veía allí, sosteniendo la mano de otra mujer, dándole todo lo que a ella le negó.
Finalmente, tras un último empuje, el llanto del recién nacido llenó la sala.
—Es un hermoso niño —anunció el doctor.
Y Levi lo recibió en brazos, con los ojos brillando de emoción.
—Lo lograste —susurró. Besó primero al bebé y después a la mujer—. Te amo.
En ese instante, el estómago de Anya se contrajo con fuerza, la mascarilla comenzó a sofocarla y las luces la cegaban. Retrocedió un paso y luego otro y salió tambaleando del quirófano.
El aire frío del pasillo le golpeó el rostro y, sin pensarlo, se echó a correr. No se detuvo hasta que las fuerzas la abandonaron y se apoyó contra la pared y vomitó.
El ácido le quemó la garganta, las piernas le temblaban, sintiendo que todo su mundo se desmoronaba.
En ese estado la encontró Clara, una compañera.
—Anya… ¿estás bien?
Negó con la cabeza.
No, no estaba bien, porque acababa de descubrir que había estado viviendo una mentira.