Ariadna, con la preocupación a cuestas se dirigió a la parroquia, necesitaba conversar con su amigo y confidente desde hacía años: el Padre Fausto, quien en ese momento se encontraba en su despacho, atendiendo a unos feligreses.
La señora Grimaldi, se sentó a esperar que el sacerdote estuviera libre, exhaló un suspiro y cruzó sus brazos, mientras meditaba si hacía lo correcto ocultando la enfermedad de Laura, a ella y a su hijo.
Cuando las personas salieron. Ariadna colgó su bolso en el hombro e ingresó a la oficina del sacerdote.
—Padre Fausto buenos días —saludó la mirada llena de preocupación.
—¡Ariadna hija! —exclamó el sacerdote con sorpresa. La señora Grimaldi, no acostumbraba a ir en horas de la mañana al centro comunitario, no había ido el