Devorábamos la carretera a bordo de mi descapotable, pero ni el rugido del motor llenaba el silencio entre nosotros. Felicia miraba fijo al frente, tan rígida que parecía de piedra, aunque a veces alternaba con la ventanilla lateral o sus rodillas. Yo mantenía una mano en el volante y la otra apretando la suya, aunque ella apenas reaccionaba.
Conocía muy bien esa mezcla de emociones y sentimientos que la embargaban porque yo había estado allí antes, en ese foso de miedo, dolor, impotencia y culpa. Mi única intención en ese momento era aligerar su carga y demostrarle que no estaba sola.
El mensaje de la agencia seguía fresco en mi mente. El auto, y esperábamos que también Iván, estaba en el aeropuerto. Ninguno de los dos se atrevió a poner en voz alta lo que pensábamos, pero lo sentía en el pulso helado de Felicia: miedo.
Era obvio cuánto tem&iac